lunes, 4 de mayo de 2009

Una mirada idéntica a la mía . La novela que no fue

Tuve a mis hijos en un sanatorio privado del Barrio Norte de la Ciudad de Buenos Aires. Recibí la mejor atención y los mimos de amigos y familiares. La habitación en cada una de las tres ocasiones en las que di a luz era digna de un hotel 5 estrellas.

El moño rosa o celeste que adornaba la puerta anunciaba el sexo del recién llegado.

Un bebé pelón y rosadito, una mamá maquillada, rodeada de flores y de bombones ofreciéndole su pecho, completaban el cuadro feliz.

Mi hermana Adriana, por razones económicas, tuvo a mi sobrino Andrés en una Maternidad Municipal y tal era su felicidad que no necesitó un “hotel de lujo” para recibirlo.

Varios años después, Vicky, mi empleada, parió a mi ahijado Mariano, sola en esa misma Maternidad Municipal y ni siquiera advirtió la ausencia de un papá, por la alegría de haberse convertido en madre.

Laura fue llevada del centro clandestino La Cacha, cerca de la cárcel de Olmos al Hospital Militar. Allí la dejaron cinco horas con el bebé. Después, la adormecieron y , tras arrebatarle a su hijo, la devolvieron al centro clandestino de detención.

Dos meses después, la fusilaron e hicieron aparecer el episodio como un enfrentamiento.

Corría el año 1078 y la Argentina entera, gritaba un gol de Kempes 

 

 

Este es el prólogo de la novela que nunca escribí. A mediados de los años 70 cursaba Letras en la Facultad de Filosofía y Letras que funcionaba en la calle Independencia. Fueron tiempos duros y mi apellido era Walsh. Hoy podría no estar escribiendo estas líneas, por eso me sigue dando vueltas el “tema” de la novela que no fue. Abajo transcribo la canción final con la que el protagonista concluye un recital.

 

 

 

 

 

Yo sabía que unos ojos me buscaban,

Que unos brazos me querían abrigar

Un llamado de la sangre que clamaba

Recuperar al fin mi identidad.

 

Fui sin saber ese bebé inocente

Que arrancaron de cuajo de ese vientre

Y condenaron a vivir sin nombre

Perdido en un camino diferente.

 

¿Cómo podré recobrar aquellos años?

Me faltaron tantos besos, mimos, sueños

Déjame, abuela, llorar en tu regazo

Y contame un cuento por lo bajo.

 

Nadie podrá cambiar ésta, mi historia

Pero tampoco borrarme la memoria

Tengo en las manos, puños y en el alma,

Una canción de amor y otra de rabia.

 

Hoy me burlo del destino y de la vida

Es hora de revancha y de alegría

Seco tus ojos y en ellos reconozco

Una mirada idéntica a la mía.

domingo, 3 de mayo de 2009

Un viaje

Apenas pisé la tierra de mis abuelos, me sentí como en casa por los familiares rostros de su gente.

Ni bien recuperé mi equipaje, se me acercó un hombrecito muy amable que cargó mi valija, me consiguió un taxi y no aceptó la propina. Tan cálida fue su recepción que parecía que había ido al aeropuerto, exclusivamente para darme la bienvenida. Era menudo como un muchacho, pero tenía la piel áspera y no podía disimular esas arrugas que delataban años de soles, en un rostro sin tiempo, porque sus ojos, dos chispitas azules, tenían una simpática expresión infantil.

Había emprendido mi viaje con más ganas que dinero, por eso no conocí hoteles de lujo y sí, viejas e impecables posadas con olor a casa de granny.

Un gris atardecer de noviembre, llegué a un viejo bar donde sólo despachaban bebidas alcohólicas. Me molestó no poder tomar algo caliente que sabía me iba a reconfortar y dar ánimos para seguir hasta la ciudad.

No vi de donde, pero a mi lado, apareció el hombrecito del aeropuerto con una humeante taza de té una porción de “plum puding”. Entre la sorpresa y la emoción de reencontrarme con ese sabor casi olvidado, no reparé en la coincidencia.

Me hizo saber que el té no se cobraba y, menos aún, un recuerdo, así que guardé las monedas y continué mi trayecto para hospedarme en el albergue que me recomendó y que resultó  tan acogedor como ese perdido refugio.

Permanecí varios días en el  condado. Por las mañanas, me gustaba salir muy temprano para ver y pisar ese pasto tan verde, recorrer el sendero bordeado de tréboles por donde venía en sulky el hombrecito de piel áspera y ojos de niño para saludarme con un tierno: “god bless you”!

Fue él quien me regaló los “Shamrocks” que traje de recuerdo y también quien me despidió con un tibio café con crema y canela.

Desde la cubierta del barco que me alejaría de la isla, miré por última vez hacia el muelle y, perdido entre la gente, lo distinguí .Me saludó con la mano en alto, me guiñó un ojo y se esfumó.

Volví a mi tierra con oloresy sabores viejos recuperados, melodías de gaitas en mis oídos y la ilusión de un duende verdadero que fue el anfitrión de mis días en Irlanda.

viernes, 1 de mayo de 2009

Un hombre, una roca

A esa hora de la tarde, había que estar muy cerca para diferenciar su pequeña silueta sin confundirlo con una caprichosa forma de la roca sobre la cual se adhirió, con la mirada de pescado perdida, las manos entretenidas en arrojar alguna piedra al mar, los pies olvidados sobre el agua y sus pensamientos, quizás, tan lejos como sus sentimientos.

Debió de haber permanecido varias horas en ese trance, porque no lo inmutaron el notable cambio en la temperatura ni la presencia de la noche, definitivamente instalada en ese escondido pueblito marítimo tan abandonado por los pocos turistas que no volvieron, como por los lugareños que, en busca de vida y ciudad, hasta dejaron de escribir, enterrando para siempre sus orígenes y sus identidades.

Hacía tiempo que había perdido la cuenta de los años que llevaba viviendo y, aunque nunca fue robusto, últimamente su cuerpo fue achicándose hasta tal punto, que debió arremangar su camisa y ajustarse el cinturón.

No fue un hombre feliz. Tampoco sufrió grandes dolores, porque nunca tuvo nada que perder.

Vivió en el mismo pueblo, cumpliendo diariamente con idénticos ritos, porque careció de iniciativa para cambiar, no tuvo interés en progresar, ni el incentivo de crecer, ni siquiera el instinto de buscar mujer.

Por eso nunca nadie lo esperó, nadie lo extrañó, no hizo latir el corazón de ninguna mujer, pero tampoco tuvo enemigos y no cosechó odios ni despertó pasiones.

Esa noche, los pies flotando inútiles sobre el agua, apenas hendidos primero y hasta los tobillos conforme iba subiendo la marea, pensó.

Un destello de luz iluminó su esencia vegetal. Y también sintió. No sólo la frescura del agua salpicando sus pies, sino, el aroma del mar, la caricia del viento, la pegoteada humedad sobre su piel mineral.

¡Cuánto tiempo había perdido! Y ahora… la revelación lo sacudió de su autismo casi centenario, proyectándole un pantallazo de aburridas vivencias para que esa mirada, siempre impenetrable, adquiriera súbitamente sentido.

Aspiró profundamente y luego, demasiado tarde, o en el momento preciso, tal vez, se desinfló confundiéndose con el paisaje marino. Y fue finalmente roca, fue arena, fue agua, fue sal, fue espuma, fue aire, fue un último suspiro inteligente trascendiendo el tiempo y el espacio.

Recuerdo de una casa

No era linda ni lujosa, es más, no podría asegurarlo, pero no le hubiera venido mal una manito de pintura, pero en esa casa fui feliz.

Cuando yo nací, mi abuelo paterno ya había muerto, por eso, esa casa de la calle Soler al 5100, donde nacieron mi papá y mis tíos, para mí siempre fue la casa de granny.

Siempre íbamos de visita, pero en una oportunidad, no sé si por reformas o esperando la entrega de la que sería mi casa de la infancia, pasamos un tiempo en lo de granny: mamá, papá, Patricia, mi hermana mayor y yo.

Recuerdo que mis padres ocuparon el cuarto de mi tía Kathleen que acababa de casarse y nosotras dormíamos en el de Chiru, mi tía soltera, que estaba comunicado por una puerta con el de Granny. Ese cuarto sí, era lo más fascinante que yo, con mis cortos 5 años había visto nunca. La cama era de bronce, tenía en el respaldo un medallón con unos ángeles gordos tallados que me gustaban y me asustaban. Colgado de una pared había un inmenso cuadro de Jesús con unos ojos que me miraban siempre. Los ojos me seguían a cualquier punto de la habitación donde me transladara y sólo me animaba a mirarlo si estaba acompañada, porque le tenía pánico.

Todo en la casa de granny tenía un olor muy especial e inolvidable, desde su ropero, después supe que olía a alcanfor, el piso de madera, a cera y el comedor, a cosas ricas. No tengo memoria de los almuerzos ni de las cenas, sí del té que mi abuela servía rigurosamente a las “ five o’clock” en unas tazas con dibujos azules y acompañado con tostadas o scons o panqueques. No sé si comía a no esos manjares, pero siempre recordaré ese cálido aroma.

Enfrentados y separados por la enorme mesa del comedor estaban el “side-board grande” y el “side-board chico” (así llamaba granny a los aparadores). El grande tenía alzada y dos grandes puertas abajo y el chico no tenía puertas, era un mueble bajo con una mesada de mármol sostenida por cuatro columnas, lo que lo convertía en lo que verdaderamente era para mí: una casita.

Horas enteras me pasaba jugando dentro del “side-board chico”. Mi tía Chiru me prestaba su alhajero repleto de collares, pulseras, aros y anillos de todas formas y colores que para mí representaban un tesoro fabuloso y hoy me doy cuenta de que sólo eran fantasías, también me dejaba jugar con las monedas grandes de un peso que guardaba en dos botellas de leche de esas de vidrio verde de boca ancha. Era una fortuna en monedas que yo formaba en filas y alineaba o colocaba una sobre la otra en enormes torres hasta que se caían. Yo estaba convencida de que mi tía Chiru era millonaria.

Desde ese refugio escuchaba a mi hermana reirse con “Los tres chiflados”, porque el televisor estaba ubicado donde terminaba la mesa. Por entonces, los dibujitos y algunas series no llegaban dobladas y conservaban el  inglés original y a mí me costaba bastante entenderlos, por eso no me llamaban la atención. Los que también hablaban el mismo idioma eran uncle Mike y uncle Matt, dos viejos, hermanos de mi abuela que, a menudo, formaban parte del paisaje del mundo que yo espiaba desde el “side-board chico” y a quienes tampoco entendía y, menos aún diferenciaba, salvo por el olor, porque, mientras que uno tenía olor a pis, el otro emanaba vahos de alcohol a cualquier hora del día.

La cocina estaba bien separada del resto de la casa y para llegar había que atravesar un pasillo interminable, por eso no me gustaba ir a la cocina, pero sí me gustaba el baño. Ahí todo brillaba, el piso, una rejilla de bronce donde me podía mirar, los espejos a los que no alcanzaba. Tampoco alcanzaba a la cadena, no la podía tirar sola si no me paraba arriba del inodoro. La puerta del baño era como una persiana y me parecía que me espiaban por las hendijas.

No sé si podría hoy llegar a hacer un plano de esa casa, pero si me fuera posible plasmaría los olores y las sensaciones que cada rincón despertaba en mí.

Cuando granny murió, mi tía Chiru, que todavía continúa soltera, se mudó a un departamento chiquito, se deshizo del “side-board grande” y con el mármol del chico hizo una mesa ratona.

Del cuarto de granny sólo conservó el ropero donde escondió el cuadro de los ojos y con el tiempo fue perdiendo el olor a alcanfor.

Aún suelo soñar con la casa de granny y siempre es un lugar tibio.

Los años y nuevos dueños le achicaron puertas y ventanas , por eso, evito pasar por ese frente ahora ajeno.

La añoro con la memoria de la nena que fui y así prefiero recordarla, como la veía desde el "side-board chico"

 

Vino Paul

Esta vez nos tocó a los de casi cuarenta para arriba,  y,  al  conocer la noticia corrimos a conseguir sino una buena plaza, al menos un lugarcito en el estadio porque no podíamos estar ausentes.

Era la concreción de una ilusión tantas veces soñada pero casi imposible y sin embargo, el milagro se produjo: todos tuvimos 15 años cuando preparamos nuestra indumentaria, nos procuramos unos buenos binoculares, llevamos a los chicos  con las abuelas, miramos mil veces al cielo rogando por que la lluvia no estropeara la fiesta. Y, evocando afectos perdidos, con la certeza de que, también nosotros estaríamos en la cabeza (o en el corazón) de algún otro quinceañero, volvimos a debutar en un dulce y torpe primer beso o reestrenamos el vestidito rosa con el saquito haciendo juego y las chatitas.

Y esa mágica noche en Buenos Aires, entre fuegos de artificio, chispitas de encendedores y su propia luz, ante la emoción atrapada en nuestras gargantas, apenas liberada cuando pudimos articular la estrofa de ese tema que tantas veces cantáramos, brilló su querida figura.

Teníamos 15 años y éramos protagonistas de la historia de nuestras propias vidas.

Y al día siguiente, desempolvamos aquellos viejos long-play, buscando la forma reconciliarlos con la nueva tecnología, porque el pasado era presente y el presente, éramos nosotros, cuarentones adolescentes cantando recuerdos.


10.12.93. Para Paul Mc. Cartney. 

Una historia de amor

Pese a haber sido la más linda de las tres hermanas, y también la más simpática, María Elvira, nunca se casó.

Tuvo muchos pretendientes a quienes rechazaba con encanto y coquetería, pero siempre se enamoraba del hombre equivocado, del difícil, del imposible.

Pasada la treintena, fue su hermano mayor quien le presentó al que sería su gran amor, el candidato perfecto: un ingeniero maduro que le entibió el corazón y le enseñó el lenguaje de la piel hasta perder las palabras.

Por primera vez tuvo el deseo de eternizarse en un hijo y despertar siempre en esos mismos brazos grandes.

Pero como tantos otros amores suyos imposibles, éste no fue la excepción  y una tarde de julio, no volvió del sur porque la muerte lo sorprendió saliendo de un restaurante en un viaje de negocios.

Y a las pocas horas, ella ya sabía que en esta vida le estaría negada la dicha de ser una mujer completa y con una profunda tristeza, lo despidió, lo lloró con rabia y lo guardó en su corazón, con la certeza de que ya nadie podría devolverle la ternura.

Y siguió viviendo despacito, mal, abatida, peor.

Ella, que antes regalaba alegría y vendía música, porque trabajaba en una disquería, ahora se levantaba como podía para atender el negocio

Una tarde, cuando hasta había olvidado el motivo de tanto dolor, un hombre apareció buscando una nueva melodía y la encontró en sus dulces ojos celestes que le enredaron el alma. Ella tardó en reconocer ese sentimiento tan antiguo que creyó que ya no le pertenecía y se animó a compartirlo con el Negrito. Se sacudió el pasado y levantó la frente desafiante.

Desde un principio, supo que su amante no era libre y aceptó esta situación como el precio que debía pagar por ratitos de felicidad.

Durante años compartieron viajes, noches, algún fin de semana, momentos elegidos, sin condiciones, sin presiones, libres.

De la familia del Negrito, sólo conocía a un medio hermano y fue precisamente él quien le comunicó lo del infarto. Lo hizo con toda delicadeza y sin dar vueltas ni mayores detalles, y, a partir de ese momento, ella quedó como flotando, sin reaccionar por completo. Buscaba la forma de acercársele sin cometer una imprudencia. Pero en tal estado de confusión, le costaba aceptar saberse tan ajena y distante de alguien tan cercano y querido.

        ¿Y quién otro sino Gabriel, pudo haber aparecido como un ángel enviado por Dios para ayudarla?

         Gabriel era uno de sus trece sobrinos, por entonces, un adolescente loco, con la cabeza de vacaciones y, justamente por eso, fue el único capaz de acompañarla  en la peligrosa aventura que significaba ir en busca de un amor prohibido.

        Ensayaron cada detalle del plan, el corazón de María Elvira, se escapaba de su pecho cuando ingresaron en el Sanatorio, aunque en ningún momento pensó en volver a atrás.

          Todo estaba calculado, hasta la posibilidad de encontrarse cara a cara con la mujer de su amante, y eso fue precisamente lo que pasó, en cuanto abrió la puerta de la habitación.

          Con toda espontaneidad, el sobrino, simulando ser un empleado del enfermo, saludó a la mujer presentándoles a ambos a su tía, a quien había acompañado a sacarse una radiografía y casualmente… como sabía que estaba en ese mismo lugar… que no podía dejar pasar la oportunidad … Mientras los dulces ojos celestes de María Elvira aprovechaban para acariciar los estupefactos, y ahora agradecidos ojos del Negrito, también humedecidos ante esta conmovedora muestra de amor.

            Los años pasaron y fueron envejeciendo juntos pero por separado: no pudieron quedarse en la cama hasta tarde porque sí, ni despertar uno al otro con un mate tibio, ni llenarse la bolsa de agua caliente, ni friccionarse los achaques como aquellos viejos que comparten el tiempo último, cuando el amor se tranquiliza y la impaciencia desaparece.

         Ambos sentían una enorme tristeza al reconocer arrugas nuevas en la piel del otro, porque sus encuentros se hacían cada vez más espaciados, ya que les resultaba difícil justificarlos. Y así se conformaban con los infaltables y diarios llamados telefónicos que ella recibía ni bien él se quedaba solo en su casa.

           Hacía varios días que ella no tenía noticias, por eso corrió a atender el teléfono esa tarde, pero la voz que reconoció no fue la de su Negrito, sino la del medio hermano, aquel que una vez le comunicó lo del infarto y ahora, con la misma delicadeza de entonces y sin dar vueltas ni abundar en detalles, le contaba lo del derrame.

        Una puntada de dolor le atravesó el pecho, pero tuvo la mente más clara que el día del infarto. No necesitó de ningún ángel salvador. Guiada por un impulso instintivo se puso el tapado, manoteó su cartera de cuero ajado y salió.

        Cuando bajó del taxi, no estaba nerviosa, sí, muy desolada, pero con firmeza entró en el Sanatorio y preguntó por él.

      Casi como calcada se repitió la escena de años atrás cuando abrió la puerta de la habitación, se topó cara a cara con la mujer a quien jamás había considerado una rival, la saludó cordialmente y buscó en la mirada perdida de ese ser tan querido, una explicación a tanta pena. – No conoce y no puede hablar – dijo la mujer sin tener la menor idea, o sí, de quien era su interlocutora – el daño cerebral fue grande, no sabemos cómo va a quedar si es que sale de ésta.

      María Elvira se paró frente al Negrito para que él pudiera verla mejor porque no se resignaba a que no la reconociera, pero ni las lágrimas cubriendo sus dulces ojos celestes pudieron hacer el milagro en esos otros ojos ausentes.

         Permaneció junto a la mujer largo rato despidiéndose del amor en silencio. Luego se retiró y caminó durante varias horas. Cuando llegó a su casa se llenó la bolsa de agua caliente, se metió en la cama y se durmió llorando.

           Soñó que era joven y estaba vestida de novia, tenía un ramo de violetas en la mano y un novio la esperaba en el altar. No podía distinguir su rostro pero eso no tenía ninguna importancia porque sabía muy bien que ese era el hombre que había elegido para tener un hijo, para amanecer entre sus brazos grandes, para compartir la bolsa de agua caliente y para que la despertara con un tibio mate dulce.

 

             Para mi querida tía Chiru.

Testigo indiscreto

Lo sabía todo acerca de ella. Con detalles. Compartió sus alegrías y sus dolores, sus logros y sus vergüenzas, sus insatisfacciones y sus placeres.

El estaba demasiado informado y ella no podía soportarlo.

Conocía las fechas exactas de su primer beso, de su primera caricia de amor, de su primer desengaño y del último también.

Cuando él entró en su vida, ella era apenas una chiquilina inexperta con ínfulas de mujer y confió en él sin medida. No se guardó nada.

Hoy se arrepentía de no haber preservado parte de su intimidad.

Quería empezar una nueva vida y era indispensable deshacerse de ese clave testigo de su pasado. No tenía alternativas.

Buscó la oportunidad y, cuando se aseguró de que no había intrusos a la vista, lo llevó hasta el extremo del muelle.

Sin remordimientos ni vacilaciones, lo arrojó al agua.

Liberada, por fin, se quedó mirando cómo las hojas amarillas de su diario íntimo, aquél que le regalaron cuando cumplió quince años, se iban desprendiendo, mientras caían, para callar para siempre en el mar.