viernes, 1 de mayo de 2009

Alas vacías

Le gustaba disfrutar con su familia de tranquilos, y a veces aburridos fines de semana.

Faltaban pocos días para que tomaran sus  vacaciones y ese hermoso sábado de fines de noviembre estaban todos en el jardín del fondo.

Su marido teñía unas maderas de pino para simular un color roble, sentada en el pasto, la nena que era casi una adolescente, miraba hacia ninguna parte, seguramente estaba enamorada y los varoncitos intentaban embocar la pelota en un aro colgado de un ciruelo.

Ella era menuda, cuarentona, movediza. Esa tarde, cuando consideró que se merecía un recreo, se recostó en una reposera para descansar, bajo ese sol todavía agradable.

Llevaba varios minutos despreocupada y, aunque tenía los ojos cerrados, no estaba ni dormida ni despierta.

Súbitamente, todo se nubló. Le molestó que lo que creyó una nube, la arrancara de ese placentero clima que había conseguido.

No reaccionó inmediatamente porque la sorpresa superó cualquier tipo de razonamiento rápido.

Sobre su cuerpo, cubriéndola como una inmensa sombrilla, la acechaba un gigantesco y horrible pájaro que no le dio tiempo ni a gritar, ni a pararse, ni a correr, como si hubiera recibido la orden de actuar y, antes de que su presa pudiera escapar, ya la había asido con sus garras por debajo de los brazos y había levantado vuelo.

La mujer sólo pensaba en el susto que tendrían los chicos y en la desesperación de su marido e, instintivamente, forcejeó para zafarse, pataleando. Pero fue inútil: el ave la sostenía como trabada con pinzas.

Para su desconcierto, ante sus gritos desesperados, la familia permaneció inmutable, como si esta escena hubiera sido completamente ajena al cuadro donde a pequeña seguía soñando con un Romeo de niebla, los chicos discutían el marcador del básquet improvisado y al marido no terminaba de convencerlo ese matiz demasiado rojizo que había resultado de la mezcla de barnices.

No podía creer que permanecieran impasibles ¿acaso tampoco escuchaban el ruido atroz de esas alas espantosas al batirse?

Tenía la sensación de estar protagonizando una insólita pesadilla, pero lamentablemente era real. Tan real como esos seres de carne y hueso que representaban lo que más amaba en este mundo y que terminaron siendo apenas unos puntitos. Tan real como la casa que con tanto sacrificio habían construido y que cada vez estaba más lejana y chiquita.

Cuando sobrevoló la casa de sus padres, pudo distinguir el toldo que su mamá extendía para proteger sus plantas del sol y lloró de impotencia por ella ¡cómo necesitó que viniera a salvarla y echara a escobazos a ese pajarraco equivocado!

Cuando alcanzaron cierta altura, ya no intentó desasirse, por el contrario: se aferró desesperadamente a las patas del animal, dejándose transportar, resignada, hacia un destino cualquiera.

Perdió la noción del tiempo que llevaba colgada de la bestia, tal vez había pasado una hora o un siglo. Tenía tanto frío que sentía el cuerpo como anestesiado.

¿Cuánto más podría aguantar? ¿hacia dónde se dirigían? ¿por qué a ella? Estas preguntas se las formulaba en un estado total de conmoción desde el que no podía pensar, ni sentir, ni esperar.

Lejos, muy lejos, sus seres queridos, recién notaron su ausencia por la noche, cuando comenzaron a tener hambre. La buscaron por toda la casa para que les preparara la cena. Al no obtener respuesta, decidieron ocuparse ellos mismos de la comida que, por lo original, resultó tanto o más rica que la que ella les cocinaba.

Por fin vio cómo perdían altura y aminoraban el vuelo, meciéndose apenas, hasta posarse suavemente sobre un peñasco. El ave la depositó casi con dulzura sobre la fría piedra y se alejó para beber de un río de deshielo que bajaba por la ladera de una montaña.

Se sintió tan inconcebiblemente sola y abandonada que, con el alma imploró por la vuelta de quien la arrebató de su vida, arrebatándole la vida.

Apenas podía abrir los ojos hinchados por las lágrimas y secos por el viento.

Cuando finalmente volvió, como la primera vez, la cubrió, pero no para izarla, simplemente para darle calor. Y así permanecieron: la mujer acurrucada como un bebé y el ave, protegiéndola como empollando un huevo.

Su marido no tardó en denunciar a su cónyuge por abandono del hogar, para que el día de mañana no viniera a reclamar bienes ni hijos.

Se despertó cuando volvió a sentir ese frío insoportable en su pequeño cuerpo. Era un frío sobrehumano que le llegaba al cerebro y no le permitía pensar y que, le atravesaba el alma impidiéndole sentir: el ave una vez más la había abandonado. Ella no tenía ni fuerzas ni ganas de inspeccionar el lugar. No se le cruzó por su obnubilada mente la idea de huir. No dejaba de escudriñar el cielo rogando por que retornara.

Y de a poco fueron incursionando en nuevas tareas como lavar la vajilla, la ropa, tender las camas, barrer. Se organizaron y llegaron a obtener resultados increíbles.

Y siempre volvía. A veces, se alejaba para buscar alimento; otras, traía plumas con las que le cubría el cuerpo para darle abrigo.

Hacía tiempo que habían dejado de pelear, no tenían ante quién competir y la casa llegó a ser un remanso de paz y orden.

Compartían el tiempo, todo el tiempo. En verano, dormía bajo sus alas grandes buscando sombra. Los inviernos eran largos.

Crecieron fuertes, unidos. La falta de madre los fogueó duros para enfrentar el mundo.

Fue casi feliz en la montaña. Olvidó su pasado humano y creyó ser pájaro también. Y un día de noviembre, un hermoso sábado de fines de noviembre, bajo un tibio sol todavía agradable, extendió sus alas vacías y voló suave y alto. Muy alto …

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