viernes, 1 de mayo de 2009

Lazos de sangre

No fue casualidad que aparecieran los primeros síntomas de leucemia cuando comenzó a indagar sobre su origen.

Nunca aceptó del todo las dulces palabras con las que su mamá le decía que ella no era la hija de su panza, sino de su corazón, y que la deseó tanto o más que cualquier mamá con panza verdadera.

A lo largo de su vida, esta mamá había anunciado cientos de bebés a otras: contentas, tristes, ansiosas, temerosas, desesperadas y había intentado persuadir a muchas –a veces con éxito- de que no interrumpieran esa vida que ella había tenido que salir a buscar por el mundo, porque jamás le estuvo destinado ese test de embarazo positivo.

Aceptó su esterilidad con esa fortaleza que le surgía en situaciones límites como fueron las tan prematuras y próximas muertes de sus padres, cuando apenas dejaba de ser una niña, y a la que debió recurrir para no derrumbarse cuando leyó el hemograma definitivo, aquel que le confirmaba lo que su intuición de madre y su experiencia profesional le venían anunciando y su esperanzado corazón se negaba a aceptar, esperando el milagro que no se produciría sino varios meses después.

Pese a la infinidad de gente que la acompañó en esa penosa instancia, estuvo sola. Sola con su dolor de mamá triste. Tan sola como puede sentirse una mamá cuando espera siglos fuera de un quirófano o fuera de una “pasada de quimioterapia”.

Como buena médica, prefirió el hospital al sanatorio-hotel de lujo. Varias noches durmió en el piso, tuvo frío, tuvo miedo, tuvo Fe.

Creíamos que para siempre habíamos perdido su sonrisa, la pícara chispa de su mirada, su inagotable sentido del humor. Por un tobogán interminable, todo caía, hasta el pelo de Cecilia caía.

¿Qué hacer si se llegaba a necesitar un transplante de médula? ¿Quién sería compatible con Cecilia si era una hija del corazón?

Una tarde fui a visitarlas. Estaban recostadas en una hamaca paraguaya, balanceándose apenas.

Crucé la cocina hasta el parque y me invadió el olor del pan recién horneado y amasado por esas manos campesinas.

Las miré largo rato. No percibieron mi presencia, tan ensimismadas estaban jugando a ver quién descubría primero el nido escondido entre las ramas del viejo roble que les daba sombra.

Las vi tan parecidas: idénticas sonrisas, la misma suavidad al hablar. Sin duda eran madre e hija. Cecilia aprendió a amar las plantas, los animales, la tierra, el sol, gracias a su mamá.

Un día, de pronto, salió el sol. Cecilia no volvió a preguntar “¿de dónde?”, íntimamente lo supo: Dios quiso desde siempre que Blanquita fuera su mamá. Por sus venas corría la misma sangre.


Para mi hermanita de “color” y para su nenita “Carolina de Mónaco” con todo mi amor, respeto y admiración por lo que les tocó vivir.

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