viernes, 1 de mayo de 2009

Añicos

Ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaba viviendo en ese sitio al que nunca pudo considerar su casa.

Con esa resignación que dan los años y que torna dóciles como ovejas a los viejos pobres, se dejó llevar por sus hijos o por sus nietos, ya no distinguía a unos de otros.

El lugar de reina de la casa lo había ido perdiendo de a poco con la intromisión de su nuera o de su hija, no importaba ya de quién, pero lo cierto es que un buen día tuvo que comer lo que otros cocinaban, ver por televisión lo que los chicos querían y salir a pasear cuando decidían llevarla.

Por entonces, había dejado de recibir besos porque ya no venían a  visitarla, sino que vivían con ella. La abuela no era una novedad y sí un estorbo permanente en sus vidas apuradas.

Por eso, lo mismo le dio cuando la trajeron. Hasta pensó que estaría más acompañada con gente de su edad, pero, aunque tenía dos a tres viejitas amigas con las que jugaba a las cartas o recordaba pasados, nunca estuvo a gusto ni llegó a sentir que ese cuarto le pertenecía.

Con su pausada pequeñez fue distribuyendo tesoros en las repisas. Sobre la mesita  depositó  la bombonera de porcelana, el primer regalo de quien había sido su novio, su marido, el padre de sus hijos, el hombre que amó y que se fue del mundo dejándola totalmente indefensa y vulnerable.

Cada día que pasaba, le costaba más vivir, sobretodo porque ya había notado el cambio que comenzaba a experimentar  en la textura de su piel. ¿Cómo era posible que nadie advirtiera esa dureza y esa frialdad que había adquirido su piel traslúcida?

Sus movimientos antes ágiles y precisos, hoy eran lentos e inseguros. Ya no podía valerse por sí sola. Hasta para las necesidades más íntimas necesitaba ayuda. Su figura encorvada daba más pena que ternura.

Por las noches, se examinaba y notaba cómo el azul de sus venas se iba haciendo cada vez más intenso y cercano.

Para conciliar el sueño, hacía desfilar por su mente perdida los rostros de sus nietos, pero sabía que les ponía nombres equivocados y que siempre alguno se le escapaba.

Por eso no reconoció a la visita de ese domingo. “¿Ana Clara? … sí, pero … ¿hija de cual de ellos?”

La hizo pasar tan nerviosa por la inesperada emoción que las manos le temblaban. Y cuando quiso, con un torpe y paciente ademán olvidado, ofrecerle un bombón de la cajita de porcelana vacía, ante la mirada estupefacta e impotente de su nieta, que no pudo hacer nada por evitarlo, trastabilló, cayó al suelo y se deshizo en mil pedazos.

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