viernes, 1 de mayo de 2009

Una historia de amor

Pese a haber sido la más linda de las tres hermanas, y también la más simpática, María Elvira, nunca se casó.

Tuvo muchos pretendientes a quienes rechazaba con encanto y coquetería, pero siempre se enamoraba del hombre equivocado, del difícil, del imposible.

Pasada la treintena, fue su hermano mayor quien le presentó al que sería su gran amor, el candidato perfecto: un ingeniero maduro que le entibió el corazón y le enseñó el lenguaje de la piel hasta perder las palabras.

Por primera vez tuvo el deseo de eternizarse en un hijo y despertar siempre en esos mismos brazos grandes.

Pero como tantos otros amores suyos imposibles, éste no fue la excepción  y una tarde de julio, no volvió del sur porque la muerte lo sorprendió saliendo de un restaurante en un viaje de negocios.

Y a las pocas horas, ella ya sabía que en esta vida le estaría negada la dicha de ser una mujer completa y con una profunda tristeza, lo despidió, lo lloró con rabia y lo guardó en su corazón, con la certeza de que ya nadie podría devolverle la ternura.

Y siguió viviendo despacito, mal, abatida, peor.

Ella, que antes regalaba alegría y vendía música, porque trabajaba en una disquería, ahora se levantaba como podía para atender el negocio

Una tarde, cuando hasta había olvidado el motivo de tanto dolor, un hombre apareció buscando una nueva melodía y la encontró en sus dulces ojos celestes que le enredaron el alma. Ella tardó en reconocer ese sentimiento tan antiguo que creyó que ya no le pertenecía y se animó a compartirlo con el Negrito. Se sacudió el pasado y levantó la frente desafiante.

Desde un principio, supo que su amante no era libre y aceptó esta situación como el precio que debía pagar por ratitos de felicidad.

Durante años compartieron viajes, noches, algún fin de semana, momentos elegidos, sin condiciones, sin presiones, libres.

De la familia del Negrito, sólo conocía a un medio hermano y fue precisamente él quien le comunicó lo del infarto. Lo hizo con toda delicadeza y sin dar vueltas ni mayores detalles, y, a partir de ese momento, ella quedó como flotando, sin reaccionar por completo. Buscaba la forma de acercársele sin cometer una imprudencia. Pero en tal estado de confusión, le costaba aceptar saberse tan ajena y distante de alguien tan cercano y querido.

        ¿Y quién otro sino Gabriel, pudo haber aparecido como un ángel enviado por Dios para ayudarla?

         Gabriel era uno de sus trece sobrinos, por entonces, un adolescente loco, con la cabeza de vacaciones y, justamente por eso, fue el único capaz de acompañarla  en la peligrosa aventura que significaba ir en busca de un amor prohibido.

        Ensayaron cada detalle del plan, el corazón de María Elvira, se escapaba de su pecho cuando ingresaron en el Sanatorio, aunque en ningún momento pensó en volver a atrás.

          Todo estaba calculado, hasta la posibilidad de encontrarse cara a cara con la mujer de su amante, y eso fue precisamente lo que pasó, en cuanto abrió la puerta de la habitación.

          Con toda espontaneidad, el sobrino, simulando ser un empleado del enfermo, saludó a la mujer presentándoles a ambos a su tía, a quien había acompañado a sacarse una radiografía y casualmente… como sabía que estaba en ese mismo lugar… que no podía dejar pasar la oportunidad … Mientras los dulces ojos celestes de María Elvira aprovechaban para acariciar los estupefactos, y ahora agradecidos ojos del Negrito, también humedecidos ante esta conmovedora muestra de amor.

            Los años pasaron y fueron envejeciendo juntos pero por separado: no pudieron quedarse en la cama hasta tarde porque sí, ni despertar uno al otro con un mate tibio, ni llenarse la bolsa de agua caliente, ni friccionarse los achaques como aquellos viejos que comparten el tiempo último, cuando el amor se tranquiliza y la impaciencia desaparece.

         Ambos sentían una enorme tristeza al reconocer arrugas nuevas en la piel del otro, porque sus encuentros se hacían cada vez más espaciados, ya que les resultaba difícil justificarlos. Y así se conformaban con los infaltables y diarios llamados telefónicos que ella recibía ni bien él se quedaba solo en su casa.

           Hacía varios días que ella no tenía noticias, por eso corrió a atender el teléfono esa tarde, pero la voz que reconoció no fue la de su Negrito, sino la del medio hermano, aquel que una vez le comunicó lo del infarto y ahora, con la misma delicadeza de entonces y sin dar vueltas ni abundar en detalles, le contaba lo del derrame.

        Una puntada de dolor le atravesó el pecho, pero tuvo la mente más clara que el día del infarto. No necesitó de ningún ángel salvador. Guiada por un impulso instintivo se puso el tapado, manoteó su cartera de cuero ajado y salió.

        Cuando bajó del taxi, no estaba nerviosa, sí, muy desolada, pero con firmeza entró en el Sanatorio y preguntó por él.

      Casi como calcada se repitió la escena de años atrás cuando abrió la puerta de la habitación, se topó cara a cara con la mujer a quien jamás había considerado una rival, la saludó cordialmente y buscó en la mirada perdida de ese ser tan querido, una explicación a tanta pena. – No conoce y no puede hablar – dijo la mujer sin tener la menor idea, o sí, de quien era su interlocutora – el daño cerebral fue grande, no sabemos cómo va a quedar si es que sale de ésta.

      María Elvira se paró frente al Negrito para que él pudiera verla mejor porque no se resignaba a que no la reconociera, pero ni las lágrimas cubriendo sus dulces ojos celestes pudieron hacer el milagro en esos otros ojos ausentes.

         Permaneció junto a la mujer largo rato despidiéndose del amor en silencio. Luego se retiró y caminó durante varias horas. Cuando llegó a su casa se llenó la bolsa de agua caliente, se metió en la cama y se durmió llorando.

           Soñó que era joven y estaba vestida de novia, tenía un ramo de violetas en la mano y un novio la esperaba en el altar. No podía distinguir su rostro pero eso no tenía ninguna importancia porque sabía muy bien que ese era el hombre que había elegido para tener un hijo, para amanecer entre sus brazos grandes, para compartir la bolsa de agua caliente y para que la despertara con un tibio mate dulce.

 

             Para mi querida tía Chiru.

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