lunes, 4 de mayo de 2009

Una mirada idéntica a la mía . La novela que no fue

Tuve a mis hijos en un sanatorio privado del Barrio Norte de la Ciudad de Buenos Aires. Recibí la mejor atención y los mimos de amigos y familiares. La habitación en cada una de las tres ocasiones en las que di a luz era digna de un hotel 5 estrellas.

El moño rosa o celeste que adornaba la puerta anunciaba el sexo del recién llegado.

Un bebé pelón y rosadito, una mamá maquillada, rodeada de flores y de bombones ofreciéndole su pecho, completaban el cuadro feliz.

Mi hermana Adriana, por razones económicas, tuvo a mi sobrino Andrés en una Maternidad Municipal y tal era su felicidad que no necesitó un “hotel de lujo” para recibirlo.

Varios años después, Vicky, mi empleada, parió a mi ahijado Mariano, sola en esa misma Maternidad Municipal y ni siquiera advirtió la ausencia de un papá, por la alegría de haberse convertido en madre.

Laura fue llevada del centro clandestino La Cacha, cerca de la cárcel de Olmos al Hospital Militar. Allí la dejaron cinco horas con el bebé. Después, la adormecieron y , tras arrebatarle a su hijo, la devolvieron al centro clandestino de detención.

Dos meses después, la fusilaron e hicieron aparecer el episodio como un enfrentamiento.

Corría el año 1078 y la Argentina entera, gritaba un gol de Kempes 

 

 

Este es el prólogo de la novela que nunca escribí. A mediados de los años 70 cursaba Letras en la Facultad de Filosofía y Letras que funcionaba en la calle Independencia. Fueron tiempos duros y mi apellido era Walsh. Hoy podría no estar escribiendo estas líneas, por eso me sigue dando vueltas el “tema” de la novela que no fue. Abajo transcribo la canción final con la que el protagonista concluye un recital.

 

 

 

 

 

Yo sabía que unos ojos me buscaban,

Que unos brazos me querían abrigar

Un llamado de la sangre que clamaba

Recuperar al fin mi identidad.

 

Fui sin saber ese bebé inocente

Que arrancaron de cuajo de ese vientre

Y condenaron a vivir sin nombre

Perdido en un camino diferente.

 

¿Cómo podré recobrar aquellos años?

Me faltaron tantos besos, mimos, sueños

Déjame, abuela, llorar en tu regazo

Y contame un cuento por lo bajo.

 

Nadie podrá cambiar ésta, mi historia

Pero tampoco borrarme la memoria

Tengo en las manos, puños y en el alma,

Una canción de amor y otra de rabia.

 

Hoy me burlo del destino y de la vida

Es hora de revancha y de alegría

Seco tus ojos y en ellos reconozco

Una mirada idéntica a la mía.

domingo, 3 de mayo de 2009

Un viaje

Apenas pisé la tierra de mis abuelos, me sentí como en casa por los familiares rostros de su gente.

Ni bien recuperé mi equipaje, se me acercó un hombrecito muy amable que cargó mi valija, me consiguió un taxi y no aceptó la propina. Tan cálida fue su recepción que parecía que había ido al aeropuerto, exclusivamente para darme la bienvenida. Era menudo como un muchacho, pero tenía la piel áspera y no podía disimular esas arrugas que delataban años de soles, en un rostro sin tiempo, porque sus ojos, dos chispitas azules, tenían una simpática expresión infantil.

Había emprendido mi viaje con más ganas que dinero, por eso no conocí hoteles de lujo y sí, viejas e impecables posadas con olor a casa de granny.

Un gris atardecer de noviembre, llegué a un viejo bar donde sólo despachaban bebidas alcohólicas. Me molestó no poder tomar algo caliente que sabía me iba a reconfortar y dar ánimos para seguir hasta la ciudad.

No vi de donde, pero a mi lado, apareció el hombrecito del aeropuerto con una humeante taza de té una porción de “plum puding”. Entre la sorpresa y la emoción de reencontrarme con ese sabor casi olvidado, no reparé en la coincidencia.

Me hizo saber que el té no se cobraba y, menos aún, un recuerdo, así que guardé las monedas y continué mi trayecto para hospedarme en el albergue que me recomendó y que resultó  tan acogedor como ese perdido refugio.

Permanecí varios días en el  condado. Por las mañanas, me gustaba salir muy temprano para ver y pisar ese pasto tan verde, recorrer el sendero bordeado de tréboles por donde venía en sulky el hombrecito de piel áspera y ojos de niño para saludarme con un tierno: “god bless you”!

Fue él quien me regaló los “Shamrocks” que traje de recuerdo y también quien me despidió con un tibio café con crema y canela.

Desde la cubierta del barco que me alejaría de la isla, miré por última vez hacia el muelle y, perdido entre la gente, lo distinguí .Me saludó con la mano en alto, me guiñó un ojo y se esfumó.

Volví a mi tierra con oloresy sabores viejos recuperados, melodías de gaitas en mis oídos y la ilusión de un duende verdadero que fue el anfitrión de mis días en Irlanda.

viernes, 1 de mayo de 2009

Un hombre, una roca

A esa hora de la tarde, había que estar muy cerca para diferenciar su pequeña silueta sin confundirlo con una caprichosa forma de la roca sobre la cual se adhirió, con la mirada de pescado perdida, las manos entretenidas en arrojar alguna piedra al mar, los pies olvidados sobre el agua y sus pensamientos, quizás, tan lejos como sus sentimientos.

Debió de haber permanecido varias horas en ese trance, porque no lo inmutaron el notable cambio en la temperatura ni la presencia de la noche, definitivamente instalada en ese escondido pueblito marítimo tan abandonado por los pocos turistas que no volvieron, como por los lugareños que, en busca de vida y ciudad, hasta dejaron de escribir, enterrando para siempre sus orígenes y sus identidades.

Hacía tiempo que había perdido la cuenta de los años que llevaba viviendo y, aunque nunca fue robusto, últimamente su cuerpo fue achicándose hasta tal punto, que debió arremangar su camisa y ajustarse el cinturón.

No fue un hombre feliz. Tampoco sufrió grandes dolores, porque nunca tuvo nada que perder.

Vivió en el mismo pueblo, cumpliendo diariamente con idénticos ritos, porque careció de iniciativa para cambiar, no tuvo interés en progresar, ni el incentivo de crecer, ni siquiera el instinto de buscar mujer.

Por eso nunca nadie lo esperó, nadie lo extrañó, no hizo latir el corazón de ninguna mujer, pero tampoco tuvo enemigos y no cosechó odios ni despertó pasiones.

Esa noche, los pies flotando inútiles sobre el agua, apenas hendidos primero y hasta los tobillos conforme iba subiendo la marea, pensó.

Un destello de luz iluminó su esencia vegetal. Y también sintió. No sólo la frescura del agua salpicando sus pies, sino, el aroma del mar, la caricia del viento, la pegoteada humedad sobre su piel mineral.

¡Cuánto tiempo había perdido! Y ahora… la revelación lo sacudió de su autismo casi centenario, proyectándole un pantallazo de aburridas vivencias para que esa mirada, siempre impenetrable, adquiriera súbitamente sentido.

Aspiró profundamente y luego, demasiado tarde, o en el momento preciso, tal vez, se desinfló confundiéndose con el paisaje marino. Y fue finalmente roca, fue arena, fue agua, fue sal, fue espuma, fue aire, fue un último suspiro inteligente trascendiendo el tiempo y el espacio.

Recuerdo de una casa

No era linda ni lujosa, es más, no podría asegurarlo, pero no le hubiera venido mal una manito de pintura, pero en esa casa fui feliz.

Cuando yo nací, mi abuelo paterno ya había muerto, por eso, esa casa de la calle Soler al 5100, donde nacieron mi papá y mis tíos, para mí siempre fue la casa de granny.

Siempre íbamos de visita, pero en una oportunidad, no sé si por reformas o esperando la entrega de la que sería mi casa de la infancia, pasamos un tiempo en lo de granny: mamá, papá, Patricia, mi hermana mayor y yo.

Recuerdo que mis padres ocuparon el cuarto de mi tía Kathleen que acababa de casarse y nosotras dormíamos en el de Chiru, mi tía soltera, que estaba comunicado por una puerta con el de Granny. Ese cuarto sí, era lo más fascinante que yo, con mis cortos 5 años había visto nunca. La cama era de bronce, tenía en el respaldo un medallón con unos ángeles gordos tallados que me gustaban y me asustaban. Colgado de una pared había un inmenso cuadro de Jesús con unos ojos que me miraban siempre. Los ojos me seguían a cualquier punto de la habitación donde me transladara y sólo me animaba a mirarlo si estaba acompañada, porque le tenía pánico.

Todo en la casa de granny tenía un olor muy especial e inolvidable, desde su ropero, después supe que olía a alcanfor, el piso de madera, a cera y el comedor, a cosas ricas. No tengo memoria de los almuerzos ni de las cenas, sí del té que mi abuela servía rigurosamente a las “ five o’clock” en unas tazas con dibujos azules y acompañado con tostadas o scons o panqueques. No sé si comía a no esos manjares, pero siempre recordaré ese cálido aroma.

Enfrentados y separados por la enorme mesa del comedor estaban el “side-board grande” y el “side-board chico” (así llamaba granny a los aparadores). El grande tenía alzada y dos grandes puertas abajo y el chico no tenía puertas, era un mueble bajo con una mesada de mármol sostenida por cuatro columnas, lo que lo convertía en lo que verdaderamente era para mí: una casita.

Horas enteras me pasaba jugando dentro del “side-board chico”. Mi tía Chiru me prestaba su alhajero repleto de collares, pulseras, aros y anillos de todas formas y colores que para mí representaban un tesoro fabuloso y hoy me doy cuenta de que sólo eran fantasías, también me dejaba jugar con las monedas grandes de un peso que guardaba en dos botellas de leche de esas de vidrio verde de boca ancha. Era una fortuna en monedas que yo formaba en filas y alineaba o colocaba una sobre la otra en enormes torres hasta que se caían. Yo estaba convencida de que mi tía Chiru era millonaria.

Desde ese refugio escuchaba a mi hermana reirse con “Los tres chiflados”, porque el televisor estaba ubicado donde terminaba la mesa. Por entonces, los dibujitos y algunas series no llegaban dobladas y conservaban el  inglés original y a mí me costaba bastante entenderlos, por eso no me llamaban la atención. Los que también hablaban el mismo idioma eran uncle Mike y uncle Matt, dos viejos, hermanos de mi abuela que, a menudo, formaban parte del paisaje del mundo que yo espiaba desde el “side-board chico” y a quienes tampoco entendía y, menos aún diferenciaba, salvo por el olor, porque, mientras que uno tenía olor a pis, el otro emanaba vahos de alcohol a cualquier hora del día.

La cocina estaba bien separada del resto de la casa y para llegar había que atravesar un pasillo interminable, por eso no me gustaba ir a la cocina, pero sí me gustaba el baño. Ahí todo brillaba, el piso, una rejilla de bronce donde me podía mirar, los espejos a los que no alcanzaba. Tampoco alcanzaba a la cadena, no la podía tirar sola si no me paraba arriba del inodoro. La puerta del baño era como una persiana y me parecía que me espiaban por las hendijas.

No sé si podría hoy llegar a hacer un plano de esa casa, pero si me fuera posible plasmaría los olores y las sensaciones que cada rincón despertaba en mí.

Cuando granny murió, mi tía Chiru, que todavía continúa soltera, se mudó a un departamento chiquito, se deshizo del “side-board grande” y con el mármol del chico hizo una mesa ratona.

Del cuarto de granny sólo conservó el ropero donde escondió el cuadro de los ojos y con el tiempo fue perdiendo el olor a alcanfor.

Aún suelo soñar con la casa de granny y siempre es un lugar tibio.

Los años y nuevos dueños le achicaron puertas y ventanas , por eso, evito pasar por ese frente ahora ajeno.

La añoro con la memoria de la nena que fui y así prefiero recordarla, como la veía desde el "side-board chico"

 

Vino Paul

Esta vez nos tocó a los de casi cuarenta para arriba,  y,  al  conocer la noticia corrimos a conseguir sino una buena plaza, al menos un lugarcito en el estadio porque no podíamos estar ausentes.

Era la concreción de una ilusión tantas veces soñada pero casi imposible y sin embargo, el milagro se produjo: todos tuvimos 15 años cuando preparamos nuestra indumentaria, nos procuramos unos buenos binoculares, llevamos a los chicos  con las abuelas, miramos mil veces al cielo rogando por que la lluvia no estropeara la fiesta. Y, evocando afectos perdidos, con la certeza de que, también nosotros estaríamos en la cabeza (o en el corazón) de algún otro quinceañero, volvimos a debutar en un dulce y torpe primer beso o reestrenamos el vestidito rosa con el saquito haciendo juego y las chatitas.

Y esa mágica noche en Buenos Aires, entre fuegos de artificio, chispitas de encendedores y su propia luz, ante la emoción atrapada en nuestras gargantas, apenas liberada cuando pudimos articular la estrofa de ese tema que tantas veces cantáramos, brilló su querida figura.

Teníamos 15 años y éramos protagonistas de la historia de nuestras propias vidas.

Y al día siguiente, desempolvamos aquellos viejos long-play, buscando la forma reconciliarlos con la nueva tecnología, porque el pasado era presente y el presente, éramos nosotros, cuarentones adolescentes cantando recuerdos.


10.12.93. Para Paul Mc. Cartney. 

Una historia de amor

Pese a haber sido la más linda de las tres hermanas, y también la más simpática, María Elvira, nunca se casó.

Tuvo muchos pretendientes a quienes rechazaba con encanto y coquetería, pero siempre se enamoraba del hombre equivocado, del difícil, del imposible.

Pasada la treintena, fue su hermano mayor quien le presentó al que sería su gran amor, el candidato perfecto: un ingeniero maduro que le entibió el corazón y le enseñó el lenguaje de la piel hasta perder las palabras.

Por primera vez tuvo el deseo de eternizarse en un hijo y despertar siempre en esos mismos brazos grandes.

Pero como tantos otros amores suyos imposibles, éste no fue la excepción  y una tarde de julio, no volvió del sur porque la muerte lo sorprendió saliendo de un restaurante en un viaje de negocios.

Y a las pocas horas, ella ya sabía que en esta vida le estaría negada la dicha de ser una mujer completa y con una profunda tristeza, lo despidió, lo lloró con rabia y lo guardó en su corazón, con la certeza de que ya nadie podría devolverle la ternura.

Y siguió viviendo despacito, mal, abatida, peor.

Ella, que antes regalaba alegría y vendía música, porque trabajaba en una disquería, ahora se levantaba como podía para atender el negocio

Una tarde, cuando hasta había olvidado el motivo de tanto dolor, un hombre apareció buscando una nueva melodía y la encontró en sus dulces ojos celestes que le enredaron el alma. Ella tardó en reconocer ese sentimiento tan antiguo que creyó que ya no le pertenecía y se animó a compartirlo con el Negrito. Se sacudió el pasado y levantó la frente desafiante.

Desde un principio, supo que su amante no era libre y aceptó esta situación como el precio que debía pagar por ratitos de felicidad.

Durante años compartieron viajes, noches, algún fin de semana, momentos elegidos, sin condiciones, sin presiones, libres.

De la familia del Negrito, sólo conocía a un medio hermano y fue precisamente él quien le comunicó lo del infarto. Lo hizo con toda delicadeza y sin dar vueltas ni mayores detalles, y, a partir de ese momento, ella quedó como flotando, sin reaccionar por completo. Buscaba la forma de acercársele sin cometer una imprudencia. Pero en tal estado de confusión, le costaba aceptar saberse tan ajena y distante de alguien tan cercano y querido.

        ¿Y quién otro sino Gabriel, pudo haber aparecido como un ángel enviado por Dios para ayudarla?

         Gabriel era uno de sus trece sobrinos, por entonces, un adolescente loco, con la cabeza de vacaciones y, justamente por eso, fue el único capaz de acompañarla  en la peligrosa aventura que significaba ir en busca de un amor prohibido.

        Ensayaron cada detalle del plan, el corazón de María Elvira, se escapaba de su pecho cuando ingresaron en el Sanatorio, aunque en ningún momento pensó en volver a atrás.

          Todo estaba calculado, hasta la posibilidad de encontrarse cara a cara con la mujer de su amante, y eso fue precisamente lo que pasó, en cuanto abrió la puerta de la habitación.

          Con toda espontaneidad, el sobrino, simulando ser un empleado del enfermo, saludó a la mujer presentándoles a ambos a su tía, a quien había acompañado a sacarse una radiografía y casualmente… como sabía que estaba en ese mismo lugar… que no podía dejar pasar la oportunidad … Mientras los dulces ojos celestes de María Elvira aprovechaban para acariciar los estupefactos, y ahora agradecidos ojos del Negrito, también humedecidos ante esta conmovedora muestra de amor.

            Los años pasaron y fueron envejeciendo juntos pero por separado: no pudieron quedarse en la cama hasta tarde porque sí, ni despertar uno al otro con un mate tibio, ni llenarse la bolsa de agua caliente, ni friccionarse los achaques como aquellos viejos que comparten el tiempo último, cuando el amor se tranquiliza y la impaciencia desaparece.

         Ambos sentían una enorme tristeza al reconocer arrugas nuevas en la piel del otro, porque sus encuentros se hacían cada vez más espaciados, ya que les resultaba difícil justificarlos. Y así se conformaban con los infaltables y diarios llamados telefónicos que ella recibía ni bien él se quedaba solo en su casa.

           Hacía varios días que ella no tenía noticias, por eso corrió a atender el teléfono esa tarde, pero la voz que reconoció no fue la de su Negrito, sino la del medio hermano, aquel que una vez le comunicó lo del infarto y ahora, con la misma delicadeza de entonces y sin dar vueltas ni abundar en detalles, le contaba lo del derrame.

        Una puntada de dolor le atravesó el pecho, pero tuvo la mente más clara que el día del infarto. No necesitó de ningún ángel salvador. Guiada por un impulso instintivo se puso el tapado, manoteó su cartera de cuero ajado y salió.

        Cuando bajó del taxi, no estaba nerviosa, sí, muy desolada, pero con firmeza entró en el Sanatorio y preguntó por él.

      Casi como calcada se repitió la escena de años atrás cuando abrió la puerta de la habitación, se topó cara a cara con la mujer a quien jamás había considerado una rival, la saludó cordialmente y buscó en la mirada perdida de ese ser tan querido, una explicación a tanta pena. – No conoce y no puede hablar – dijo la mujer sin tener la menor idea, o sí, de quien era su interlocutora – el daño cerebral fue grande, no sabemos cómo va a quedar si es que sale de ésta.

      María Elvira se paró frente al Negrito para que él pudiera verla mejor porque no se resignaba a que no la reconociera, pero ni las lágrimas cubriendo sus dulces ojos celestes pudieron hacer el milagro en esos otros ojos ausentes.

         Permaneció junto a la mujer largo rato despidiéndose del amor en silencio. Luego se retiró y caminó durante varias horas. Cuando llegó a su casa se llenó la bolsa de agua caliente, se metió en la cama y se durmió llorando.

           Soñó que era joven y estaba vestida de novia, tenía un ramo de violetas en la mano y un novio la esperaba en el altar. No podía distinguir su rostro pero eso no tenía ninguna importancia porque sabía muy bien que ese era el hombre que había elegido para tener un hijo, para amanecer entre sus brazos grandes, para compartir la bolsa de agua caliente y para que la despertara con un tibio mate dulce.

 

             Para mi querida tía Chiru.

Testigo indiscreto

Lo sabía todo acerca de ella. Con detalles. Compartió sus alegrías y sus dolores, sus logros y sus vergüenzas, sus insatisfacciones y sus placeres.

El estaba demasiado informado y ella no podía soportarlo.

Conocía las fechas exactas de su primer beso, de su primera caricia de amor, de su primer desengaño y del último también.

Cuando él entró en su vida, ella era apenas una chiquilina inexperta con ínfulas de mujer y confió en él sin medida. No se guardó nada.

Hoy se arrepentía de no haber preservado parte de su intimidad.

Quería empezar una nueva vida y era indispensable deshacerse de ese clave testigo de su pasado. No tenía alternativas.

Buscó la oportunidad y, cuando se aseguró de que no había intrusos a la vista, lo llevó hasta el extremo del muelle.

Sin remordimientos ni vacilaciones, lo arrojó al agua.

Liberada, por fin, se quedó mirando cómo las hojas amarillas de su diario íntimo, aquél que le regalaron cuando cumplió quince años, se iban desprendiendo, mientras caían, para callar para siempre en el mar.

¡Qué bien queda con un ramo de flores en la mano!

La viejita que cruzaba la calle con dificultad, llevaba un ramo de flores en la mano.

¡ y qué linda quedaba! Parecía una abuelita escapada de algún cuento infantil.

Me pregunté sobre el origen o el destino de ese ramo, que bien podría haber sido desde el regalo de un viejito enamorado, hasta una ofrenda para depositar sobre la tumba de un hijo muerto. Pasando por todas las posibilidades intermedias, elegí quedarme con la primera.

Como era domingo sin fútbol, tenía tiempo de sobra, así que obedecí al impulso de seguir a la portadora del misterioso ramo. Aún caminando muy despacio, tuve que detenerme varias veces y simular que miraba alguna vidriera para poder estar a su par.

Ante la posibilidad de que la abuelita tomara de improviso un taxi o desapareciera, dejándome con la historia por la mitad, decidí entablar conversación, con la excusa de no conocer el barrio y le pregunté por una calle cualquiera. Pero mi interlocutora resultó, no sólo ser bastante sorda, sino también, extranjera. Me miraba contenta ¡y qué linda y alegre quedaba con el ramo de flores de colores en la mano!

Caminamos juntos y durante el trayecto, intercambiamos cordiales sonrisas. Con el fin de encontrar algún indicio en sus ojos, le señalé el ramo como diciendo ¡qué bonito! Y, espontáneamente lo puso entre mis manos y en su lengua sajona insistió con gestos firmes para que me lo quedara. Ay! Que lejos de mi intención estaba ese generoso gesto de la anciana y qué desilusión, estaba claro que tanto no le importaba la persona de quien lo había recibido, de tal manera que el viejito enamorado quedaba fuera del cuento y tuve que creer que lo había comprado ella misma, pobrecita, y me lo había regalado a mí, tal vez porque le había gustado que la acompañara unas pocas cuadras.

Le volví a agradecer y nos despedimos como viejos amigos.

Por mi culpa, por curioso y soñador, lo arruiné todo. Vi alejarse a una anciana que, sin el adorno de flores que tan lindo le quedaba, era simplemente, una señora mayor.

En realidad, lo que más me había intrigado era que llevaba el ramo sin vergüenza, pero con bronca, como si le molestara. Tan buen mozo y con el ramo ¡qué bien le quedaba! Pensé en esa mujer afortunada que lo recibiría y quise conocerla, por eso lo seguí.

Caminaba despreocupado, como si le sobrara el tiempo. No dejé de observarlo. Primero, se dejó caer en un banco de la plaza y al rato, se incorporó ¡sin el ramo! Y continuó su marcha sin rumbo con las manos en los bolsillos.

Manoteé las flores y, guiándome por mi intuición, no corrí a mi galán desconocido para avisarle de su olvido, fue más fuerte mi temor a hacer el ridículo, así que me las apropié con la convicción de que me estaban destinadas y decidí volver a casa para ponerlas en agua.

-  Parecés una novia con el ramo ¡qué lindo te queda! Cuando sea grande y me case, voy a llevar uno como ese – le dije, y me contó que en realidad se lo había encontrado y que si tanto me gustaba… que hacía juego con los colores de mi vestido ¿te gusta, abuelo?

Cuando llegó de la plaza parecía una muñequita ¡qué dulce y tierna quedaba con el ramo! Permanecí extasiado contemplando a mi querida nieta y no le conté que había comprado uno igual esa mañana, no le dije que estoy enamorado.

Paso a paso

Decime que es un chiste, por favor, decime  “que la inocencia te valga” y que te equivocaste de día, por Dios, hoy no -clamaba Laura, la menor de las cuatro hermanas cuando Patricia, la mayor, le comunicaba que su papá debía ser internado.

Si, justo hoy, 27 de diciembre de 2001, Pedro había tenido una descompensación. Como para concluir ese nefasto año, el de sus 75, el peor para su salud: varias internaciones, un par de cirugías y hasta un diagnóstico que pretendía sentenciarlo.

Hijo de una familia boquense, transgredió los códigos  mas rígidos de un hincha cuando en la década del ’30 , luego de un partido donde Boca derrotó a Racing 6 a 1, decidió hacerse de  “La Academia”, siendo apenas un niño y los colores celeste y blanco se le prendieron en el corazón como una escarapela.

Fiel como sólo un hincha de Racing puede serlo, lo siguió, lo alentó, se llenó de gloria, lloró de felicidad, de bronca.

La mujer de su vida no le dio un varón para compartir su pasión, pero sí cuatro "chancletas".

Casi muere de ternura cuando Ana, la segunda, con apenas 10 años le confesó al oído que tenía novio, que se llamaba Roberto Perfumo y que tenía un n° 2 en la espalda. Ni lerdo ni perezoso ese domingo sacó dos plateas sin imaginar la enorme felicidad que le regaló a su hija y que ese sería el inicio de una inolvidable costumbre dominguera.

Y ese día de noviembre de 1967 fueron cuatro las compinches que con vinchas y banderines lo acompanaron a recibir a los campeones que llegaban de Montevideo.

Durante años sufrió burlas y chistes y como respuesta, su amor se acrecentaba, campeonato tras campeonato, racha tras racha, desencanto tras desencanto.

Pero el año 2001, lo sacudió sorpresivamente de un letargo de frustraciones y callado, sereno y espectante, semana a semana veía como la luz de la esperanza se iba haciendo cada vez más nítida y cercana. Sumado al acuerdo tácito del resto de la hinchada, conservó el perfil bajo y dejó de escuchar los partidos, no tanto por cábala, sino como para resguardar su corazón de emociones desacostumbradas.

Cumplidos los 90 minutos, sus hijas, desde sus respectivos hogares, se avalanzaban al teléfono cada una deseando ser la primera en darle la buena noticia.

Y así pasaron las fechas, los meses, las radiografías, los goles, las cirugías, los puntos. Imposible no hacerse ilusiones.

Y entre arbolitos de navidad, marchas, cacerolazos y desconcierto, algo sí estaba claro: nadie nombraba la palabra campeones, pero todos, hinchas y no hinchas sabían que esos muchachos ya lo eran, que serían los hacedores del milagro.

Y ese día tan esperado, Pedro no estaba en ninguno de los dos estadios que desbordaban pasiones, sino en una ambulancia rumbo a un sanatorio, tan débil y asustado que no se dio cuenta de que no podría salir a festejar.

Sus cuatro chancletas, sus cuatro compinches no podían resignarse, no quisieron resignarse tampoco.

Cumplieron sus cábalas locas y fue Aggie, la tercera quien marcó el numero del celular que su papá tenía en la habitación   N°6. Sólo un sollozo fue la respuesta a su “¡Papá,  ya somos campeones!”

Y sin ponerse de acuerdo, cada una desde un punto distinto de la ciudad, se dirigió hacia el lugar donde sería la fiesta.

No era el obelisco, ni la cancha de Vélez, tampoco era Avellaneda, sino la habitación N°6 de la planta baja de un sanatorio de la zona norte. Un papá lucía la camiseta de su entrañable club, la última, a la que hubo que descoser la manga para poder pasar la botella del suero, un ridículo sombrero de cuatro puntas, dos celestes y dos blancas alternadas coronaban su cabeza, guirnaldas como nubes tapizaban las paredes y colgaban del techo, cintas celestes y blancas decoraban la manguerita del suero en todo su trayecto, una bandera que gritaba “sos un sentimiento” lo envolvía y un gigante moño con los colores académicos en la puerta anunciaba que no había nacido ni una nena ni un varón, pero igual hubo milagro,

Recibió saludos y felicitaciones de médicos, enfermeras y pacientes que espontáneamente se sumaron a la fiesta y que él agradecía orgulloso, con esa sensación de pertenencia y posesión mutua que fortalece los cariños grandes, porque se trataba de “su” Academia.

Y pleno de felicidad, envuelto en la bandera y con el corazón rejuvenecido como 35 campeonatos, el último día del año abandonó la clínica, avanzando hacia la puerta despacito, paso a paso … como un auténtico campeón, agradecido.

Pasión en blanco y negro

Hacía tiempo que lo perseguía. Siempre le había gustado, pero lo veía tan inalcansable. El era lo que se dice un ganador y lo que ella consideraba un verdadero  caballero. El hombre de la palabra justa y el gesto oportuno; medido; encantador; prestigioso y sin compromisos.

Por eso, ante la formal propuesta de escaparse por unos días, no pudo resistirse.

Ellos dos, solos, lejos del mundo. El y ella en el paraíso, con todo el tiempo, todo el espacio, toda la naturaleza para disfrutar: la arena tibia y blanca, las puestas de sol, las noches estrelladas, cálidas, perfectas.

Llegaron a la isla al atardecer y antes de que anocheciera, un hombre moreno, encargado del complejo, ya los había instalado en la habitación que prometía placeres.

Cenaron a la luz de la luna y frente al mar. Bailaron al son de tristes blues y presurosos se retiraron dispuestos a amarse toda la noche. Aunque lo había visto en la víspera, recién lo descubrió por la mañana. Bastó con que entrara en el cuarto arrastrando el servicio del desayuno y que la escrutara con esa mirada que sabía poner cuando detectaba una presa sabrosa para que ella, haciéndose la distraída, se dejara recorrer, mientras su compañero, absolutamente ajeno al juego que comenzaba a urdirse, untaba las tostadas y cortaba prolijamente el melón.

Por la tarde, eligió la piscina para tomar un baño, ataviada con la parte inferior de su bikini como única indumentaria y, con toda premeditación, emergió como una sirena en el preciso instante en el que el musculoso negro, con el torso desnudo, se aproximaba, mientras el desagraciado rubio, trataba infructuosamente de llamar la atención y de lucirse con estudiadas piruetas y penosas zambullidas.

A la hora de la cena, ya le había empezado a fastidiar la presencia de su insípido amante.

Una descarga de adrenalina le recorrió todo el cuerpo cuando el nativo, muy solícito, se le acercó para encenderle el cigarrillo, sosteniéndole una mirada tan lujuriosa como la que ella le devolvía, en tanto el desteñido ejecutivo, luchaba por descorchar la botella de champán para brindar por esos días inolvidables.

Había llegado al edén y también había encontrado al hombre que la transportaba a un mundo primitivo, que la desnudaba con sus ojos ardientes, que la trastornaba con sólo ofrecerle un trago y ella, con ese blanco soso que, para colmo, no dejaba de agasajarla.

Con más gente, más bulla, más movimiento, seguramente hubieran podido perderse entre el paisaje para saciar esa sed que los quemaba en silencio, pero el imberbe que la acompañaba, con su estúpido y cursi romanticismo lo planeó así: en una isla desierta que resultó no estar tan deshabitada.

Cuando el jeep partió hacia el muelle, se cruzaron una última y cómplice mirada de ganas contenidas, de salvaje impaciencia, de deseo insatisfecho.

No quiso volver la cabeza, prefirió imaginar la desolación en la cara del  isleño, quien, en realidad, estaba recibiendo con toda dedicación a una nueva pasajera.

Subió al barco que la devolvería a la civilización, con la babosa prendida de su brazo y un deseo insatisfecho en toda la piel. 

Otro sueño

Fue una espantosa pesadilla, corría desesperada por un bosque. Era de noche. Los árboles, como gigantes enojados, le señalaban el camino que debía recorrer.

Tropezaba una y otra vez con troncos y piedras. Tenía magulladas las piernas, los brazos y la frente.

El miedo era el motor que la impulsaba a seguir, a pesar del cansancio, del hambre, de la sed.

Por momentos, caía y perdía la conciencia, sumida en un profundo sueño que la transportaba a un colorido valle donde todo estaba en orden y ella era feliz, pero, ante el menor ruido desconocido, regresaba a la pesadilla de la que era protagonista y parecía no tener fin.

Dejó de correr porque las fuerzas se le agotaron, el miedo la paralizó y se derrumbó sobre un colchón de flores dormidas.

Cuando se despertó, estaba entre los brazos de esos pequeños seres que la rescataron del infierno, limpiaron sus heridas, la alimentaron, la cuidaron y casi lograron que olvidara su pasado.

Sus alegres anfitriones eran siete. Por entonces, ni siquiera imaginaba que no mucho después, un beso de amor la despertaría de otro sueño, casi eterno.

 

 

Mamá, ¡dame la teta!

Quiero aprender a verte, mamá, ¡dame la teta!

Quiero jugar un rato, mamá, ¡dame la teta!

Tengo sueño, por eso, mamá, ¡dame la teta!

Quiero sentirte mía, mamá, ¡dame la teta!

Quiero comerte toda, mamá, ¡dame la teta!

Quiero placer y vida, mamá, ¡dame la teta!

Quiero seguridad, mamá ¡dame la teta!

Algo me duele, entonces, mamá, ¡dame la teta!

Quiero crecer mejor, mamá, ¡dame la teta!

Quiero sentir tu piel, mamá, ¡dame la teta!

Siempre es hora, por eso, mamá ¡dame la teta!

Quiero que estés más linda, mamá, ¡dame la teta!

Quiero olerte otra vez, mamá, ¡dame la teta!

Si hay gente, no te escondas, mamá ¡dame la teta!

No me dejes llorar, mamá, ¡dame la teta!

No te lo pierdas vos, mamá, ¡dame la teta!

Exijo mis derechos, mamá, ¡dame la teta!

Hacé valer los tuyos, mamá, ¡dame la teta¡

Cantame una canción, mamá, ¡dame la teta!

Quiero estar sano y  fuerte, mamá, ¡dame la teta!

Enseñame a vivir, mamá, ¡dame la teta!

Quiero soñar con vos, mamá, ¡dame la teta!

Y además, tengo hambre, mamá, ¡dame la teta!

Sellame el alma con tu leche, ¡gracias mamá!, amo tu teta.

 

 

Tu bebé

Olores

I

 Cuando era chiquita no existían los “Tuppers”, así que mamá guardaba celosa y cuidadosamente las bolsitas de nylon que servían, en ciertas ocasiones, para guardar y transportar alimentos.

Para cada excursión organizada por el colegio, se imponía la merienda de rigor que consistía en dos sandwichs de queso mantecoso, un huevo duro y una fruta, cada porción dentro de una bolsita individual y todas éstas dentro de una especie de lo que hoy sería una mochila.

Cuando llegaba a casa, dentro del bolso, quedaban restos de “manjares” que, tras horas de sol y de viaje en micro, conformaban una mezcla de olores que nunca olvidaré: olor a excursión, olor a infancia.

 

 

II

 

  Tenía dieciseis años y era carnaval. Por entonces, se festejaba con bailes en clubs o boliches importantes. No recuerdo a quién se le ocurrió pero con mis amigas, no dejamos en paz a nuestros padres hasta obtener el permiso para ir ese sábado de febrero al Club Regatas de Avellaneda.

Quién sabe qué esperábamos encontrar, porque no tengo memoria de haber sufrido alguna decepción al llegar: un gran salón cubierto, con jóvenes bailando en una pista rodeada por madres sentadas con sus hijas, esperando (las hijas) ser “cabeceadas” por algún pícaro caballerito, a fin de evitarse la audaz empresa de atravesarla (la pista) de punta a punta y correr el riesgo de “rebotar” y tener que volver a su lugar de acecho con la cola entre las piernas y un gran lugar abierto donde, tras la pista descubierta, corría el riachuelo que perfumaba el ambiente con su aroma a cloaca tornándolo todo más grotesco todavía, conformaban el anhelado destino de esa noche.

Cuando alguno de los osados jóvenes conseguía capturar una presa que consideraba apetitosa, la conducía a orillas del riachuelo para alejarla de la celosa mirada de su progenitora y le prodigaba tantos “mimos” a la luz de la luna, como la niña le permitiera.

Como nosotras, las “super cancheras”, habíamos acudido sin madres al lugar, éramos libres para bailar en cualquiera de las dos pistas que el club nos ofrecía y con cuanto galán nos eligiera. Y en mí, quiso Cupido, que pusiera la mira el más hermoso de todos los hombres que pisaban ese sagrado y nauseabundo lugar: Oscar, quien, en adelante, sería mi novio durante poco más de un año, o sea, hasta el preciso instante en el que dejó de ser el más hermoso.

Lo cierto es que, bajo la luz de la luna y junto al hilo de agua que emanaba su característica fragancia conforme soplaba el viento, sellamos nuestro amor con besos apasionados.

Mucho tiempo pasó desde aquella mágica noche, pero cada vez que la vida me lleva por azar a la Boca, a Puente Alsina, o a cualquier zona aledaña al riachuelo, ese peculiar aroma, inevitablemente me devuelve el sabor de los besos de Oscar en una noche de carnaval.

 

III

 

En el sanatorio donde nacieron mis hijos, no podía vestirlos con su propia ropita sino hasta el momento de volver a casa. Durante los dos días de internación, las enfermeras les ponían una batita de algodón, un pañal descartable y los envolvían en un paño, también de algodón, celeste o rosa, de acuerdo al sexo.

Esas prendas eran esterilizadas en una cámara Gamma que les dejaba un singular aroma.

Cuando me entregaron arropado a mi segundo bebé, inmediatamente reconocí   ese perfume, el que tenía mi bebita cada vez que me la traían ,una incomparable emoción me invadió al revivir aquel momento glorioso que la vida me regalaba nuevamente.

Y desde que supe que un tercer hijo venía, esperé ansiosa sentir otra vez esa fragancia que, sin duda, volvía perfumando a otro bebé.

 

Los que estábamos afuera

No sé si estas líneas las escribo para vos o para mí. Para contarte lo que sentí entonces o para sacármelo de adentro.

Cuando una persona querida está atravesando una situación límite, dolorosa, con riesgo de vida, amenaza de secuelas o de muerte, está sola. Los que la quieren, están afuera de esta lucha. Adentro, todo es blanco, aséptico, inmaculado, negro, sórdido y afuera es dolor e impotencia. Adentro también es dolor.

Con tu físico tullido, hinchado, irreconocible, grandota y chiquita conectada a cables que, como hilos a una marioneta te daban vida, te teníamos que dejar y quedarnos del otro lado. Sólo podíamos besar tu frente, apretarte la mano, decirte algo lindo y salir a llorar afuera. Y vos te tenías que quedar atada a esa vida precaria de tubos que muchos tuvimos el impulso loco de sacarte para poder abrazarte libre, pero teníamos que salir y esperar.

A veces, venían los médicos y ,si nos daban buenas noticias, sentíamos ganas de besarlos, pero otras tantas, hubiéramos querido pegarles, nosotros, los que estábamos afuera.

Algunos fuimos incondicionales y decidimos hacer lo que vos hubieras querido. Yo, adopté a Lilo y tuve que sobreponerme a la fuerza y le veía los ojitos y me abrazaba con sus bracitos y me conmovía tanto  como con los otros dos grandotes perdidos.

Y me metí en tu reino y usurpé tu cocina, usé tus ollas, simulando que nada pasaba, que era normal y esperable que estuviera allí atendiendo a tus muchachos, cuando lo normal era que estuvieras vos con todo tu pelo y tus uñas “para arriba”. Pero tuve que hacerlo. Era lo que tenía que hacer.

Los que estábamos afuera le hicimos  el “aguante” a Rody como pudimos. Y, firmes como granaderos, desfilaron Adriana, Marisa, los chicos del Club, padres de compañeros de tus hijos, el Gallego, Patricia, tus primas, mis hermanas, todos los que vos podrás enumerar mejor que yo y estaba Gabriel con sus ojitos de Kath… Y con Rody eran Batman y Robin y también eran grandotes y fuertes pero chiquitos desamparados. Todos los que estábamos afuera estuvimos desamparados y nos hacíamos amigos y nos pasábamos los números de teléfono y formamos una gran cofradía de tristes e impotentes. Todo eso, mientras estábamos afuera.

Y un siglo estuvimos afuera y no nos importaba el brazo, porque nos preocupaba sólo la cabeza ni nos importaba el ojo, porque pensábamos en las secuelas.

Y a Lilo le mentí, le tuve que mentir y más adelante, una tarde entera le expliqué qué era eso de la mentira blanca o mentira piadosa y él, tan literal, me miraba perdonándome y me decía que me entendía y no sé si yo lo entendí del todo porque todavía cuando pienso en eso se me hace un nudo en la garganta.

Pero un día sentí que te recuperábamos y los que estuvimos afuera nos mezclamos en abrazos y risas y tan egoístas fuimos que no nos importaron los otros que estaban afuera esperando por otro y casi besamos a los médicos y a las enfermeras y a todo aquel que te hizo bien.

Podrías estar mejor, lo sé, pero estás viva y te reís y tal vez no puedas, por ahora, hacer las cosas como antes y tengas tu parche por un tiempo y tu brazo no quede muy derecho, pero estás en casa y Lilo te cuida y tus muchachos grandotes crecieron más y Lilo también creció de golpe. Y después vino la bronca porque tan desesperados estuvimos que no podíamos darle lugar a otro sentimiento.

Si tuviera que enumerar las sensaciones en forma cronológica, diría que primero fue el desconcierto, el miedo, la desesperación y la impotencia juntas, luego la esperanza, la alegría, la bronca, la gratitud.

No creo que lleguemos a entender en este mundo por qué te pasó. Sí podríamos aceptarlo, resignarnos, pero no entenderlo, pero los que estábamos afuera y compartimos y sufrimos esta dolorosísima experiencia no podemos dejar de dar gracias y de redimensionar nuestros pesares, porque ahora todo vuelve a encajar, pero distinto. Todos los que estuvimos afuera, ahora nos paramos en otro lugar y entonces, también crecimos. Y nuestros viejitos queridos también aprendieron que no sólo ellos son vulnerables.

No sé si esto lo leerás alguna vez con tu ojo estrábico, pero lo único que deseé con el alma cuando te vi tirada en esa cama de terapia fue volver a escuchar tu risa de “María Aurelia”, volver a leer tus jeroglíficos sánscritos, volver a escuchar tus serias reflexiones. Mientras estuve afuera nos veía disfrazadas en el corsito de Abbott o haciendo masa de sémola esa húmeda tarde de verano cuando teníamos 4 y 6 años. Recordé cada miércoles en Alsina cuando nos quedábamos fumando, soñando y arreglando el mundo y me compraste la camperita verde militar de tela de avión y vos te compraste la beige y los jeans ajustados para vernos más flacas y las noches en el departamento de Chiru y Eduardo y tu relicario y tu pelotita de oro colgada de tu cuello y tu lunar. Y nos cortábamos el flequillo y tu vacuna infectada y el bolso con tu ropa y después crecimos y mañana te llevo al Alemán y ahora bailo con Mauro y Lilo me cuenta cosas y tomamos la leche en ”Topacio” como una “dama y un caballero” y todo esto no tiene precio porque recuperamos lo habitual de la vida y no vamos a hacer una fiesta porque mucha gente junta hace mucha bulla y mejor te hago un regalo. Lilo tiene razón y tal vez, mi regalo sean estas letras.

 

Lazos de sangre

No fue casualidad que aparecieran los primeros síntomas de leucemia cuando comenzó a indagar sobre su origen.

Nunca aceptó del todo las dulces palabras con las que su mamá le decía que ella no era la hija de su panza, sino de su corazón, y que la deseó tanto o más que cualquier mamá con panza verdadera.

A lo largo de su vida, esta mamá había anunciado cientos de bebés a otras: contentas, tristes, ansiosas, temerosas, desesperadas y había intentado persuadir a muchas –a veces con éxito- de que no interrumpieran esa vida que ella había tenido que salir a buscar por el mundo, porque jamás le estuvo destinado ese test de embarazo positivo.

Aceptó su esterilidad con esa fortaleza que le surgía en situaciones límites como fueron las tan prematuras y próximas muertes de sus padres, cuando apenas dejaba de ser una niña, y a la que debió recurrir para no derrumbarse cuando leyó el hemograma definitivo, aquel que le confirmaba lo que su intuición de madre y su experiencia profesional le venían anunciando y su esperanzado corazón se negaba a aceptar, esperando el milagro que no se produciría sino varios meses después.

Pese a la infinidad de gente que la acompañó en esa penosa instancia, estuvo sola. Sola con su dolor de mamá triste. Tan sola como puede sentirse una mamá cuando espera siglos fuera de un quirófano o fuera de una “pasada de quimioterapia”.

Como buena médica, prefirió el hospital al sanatorio-hotel de lujo. Varias noches durmió en el piso, tuvo frío, tuvo miedo, tuvo Fe.

Creíamos que para siempre habíamos perdido su sonrisa, la pícara chispa de su mirada, su inagotable sentido del humor. Por un tobogán interminable, todo caía, hasta el pelo de Cecilia caía.

¿Qué hacer si se llegaba a necesitar un transplante de médula? ¿Quién sería compatible con Cecilia si era una hija del corazón?

Una tarde fui a visitarlas. Estaban recostadas en una hamaca paraguaya, balanceándose apenas.

Crucé la cocina hasta el parque y me invadió el olor del pan recién horneado y amasado por esas manos campesinas.

Las miré largo rato. No percibieron mi presencia, tan ensimismadas estaban jugando a ver quién descubría primero el nido escondido entre las ramas del viejo roble que les daba sombra.

Las vi tan parecidas: idénticas sonrisas, la misma suavidad al hablar. Sin duda eran madre e hija. Cecilia aprendió a amar las plantas, los animales, la tierra, el sol, gracias a su mamá.

Un día, de pronto, salió el sol. Cecilia no volvió a preguntar “¿de dónde?”, íntimamente lo supo: Dios quiso desde siempre que Blanquita fuera su mamá. Por sus venas corría la misma sangre.


Para mi hermanita de “color” y para su nenita “Carolina de Mónaco” con todo mi amor, respeto y admiración por lo que les tocó vivir.

La tierra de don José

Cuando don José se jubiló, tuvo más tiempo para dedicarse a las cosas que lo ponían contento.

A don José le gustaba la tierra: regar, plantar, sacar yuyos, descubrir brotes, alinear las semillas en las huellas de su huerta, recolectar las frutas y las hortalizas.

Nunca fue un hombre de dinero, tenía paciencia, voluntad  y era un gran conocedor de climas y tiempos de poda, de siembra, de cosecha.

Por eso, quienes lo conocieron, hasta se alegraron de que ya no estuviera en este mundo cuando su jardín y su huerta fueron invadidos por esos misteriosos y horribles bichos.

Sus herederos, jamás cuidaron la tierra con el esmero de don José, pero se jactaban de tener las mejores flores, el mejor pasto y de conservar árboles centenarios.

Cuando comenzaron a aparecer los primeros bichos, nadie les dio mayor importancia.

- Es la naturaleza. – Debe ser la época. – Ya se van a ir.- Exclamaban unos y otros.

Pero no sólo no se fueron, sino que se reprodujeron y se adueñaron de la tierra antes tan celosamente cuidada por don José.

Preocupados sus herederos en conservar la casa y los pocos bienes que quedaron del anciano, ya ni se ocupaban de la tierra y, cuando quisieron acordarse, no quedaba ni una sola rosa, ni una hojita, ni un árbol sano. Como un solo monstruo baboso, el conjunto de bichos raros, había cubierto la huerta y el  jardín.

No hubo veneno que, ante la desesperación de verse invadidos no probaran. Hasta mandaron a traer sofisticados productos que habían dado muy buen resultado en tierras ajenas, pero que no surtieron efecto en las de don José.

Se acordaron tarde. Todos opinaban. Nadie escuchaba al otro y el voraz flagelo continuaba su callada labor devastadora, casi hasta las puertas mismas del hogar. Los pocos pesos que pudieron recolectar entre vecinos y viejos amigos, fueron para pagar a varios expertos en el tema, cuyos métodos y recetas resultaron tan inútiles como los rezos de las tías copetudas.

Resignados ante el implacable avance de la plaga y agotados los ahorros, los herederos y ahora dueños empobrecidos de las tierras de don José, intentaron aquerenciarse en otras lejanas más sanas y prometedoras. Así, la familia se fue disgregando, unos rumbo al norte; otros, más allá del mar.

La fértil tierra de don José  fue apenas un recuerdo, una página olvidada en la historia del lugar, y el baldío poblado de bichos comiéndose unos a otros, el habitual paisaje.

Cuando empezaron a caer las primeras gotas, el suelo era una sola costra que hablaba del azote. Varios fueron los años  de lluvias y de soles que debieron sucederse hasta que se asomó el primer brote verde.

Avisados los descendientes de los descendientes de don José, sólo unos pocos se animaron a volver y de éstos, sólo uno quien recuperó del derruido galpón las herramientas de labranzas del viejo jardinero.

Y quiso, con sus propias manos cuidar esa sola plantita como a un valioso tesoro, como a un bebé. Y lo hizo, cubriéndola de la helada, del calor, regándola puntual y medidamente, llenándose de gozo cuando alcanzó altura y robustez, de pie y a su lado, velándola durante las noches, recostado bajo su sobra cuando llegó a ser árbol, saboreando el primer fruto como el mejor manjar.

Supo y pudo defenderlo de varios bichos que pretendieron usurparlo.

Frutos caídos en la nueva tierra fueron hijos de su árbol y hubo nidos, y hubo pájaros… 

El Telepibe

Con mis hermanitas teníamos varias muñecas grandes, que caminaban o hablaban, pero lo que más nos gustaba era jugar con las más pequeñas (del tamaño de lo que hoy sería una Barbie), para que no desentonaran con el jueguito de muebles, del que teníamos sólo el dormitorio.

El problema se nos presentaba a la hora de buscarle novio, porque no existían los “Ken” y el único muñeco con el que contábamos era un Telepibe, el símbolo del Canal 13, que era un nene pecoso con el brazo derecho levantado como diciendo “siempre listo” que nos regalaron una vez en el canal cuando fuimos a un programa que se llamaba Casino para hacerle público infantil a nuestra tía.

Recuerdo su pelo negro, sus pecas y su vestimenta: una chomba blanca y unos pantaloncitos cortos negros.

El galán de nuestras muñecas, era codiciado por ser el único varón, aunque siempre más petiso que su partenaire, y eso nos daba mucha rabia.

Una vez, tan enojadas estábamos con él que decidimos reemplazarlo por un buen mozo y varonil muñeco de cartón que nosotras mismas dibujamos y prolijamente pintamos y recortamos, pero, en la práctica, resultó demasiado “chato” para nuestro gusto y no tuvimos más remedio que reconciliarnos con el Telepibe.

Decíamos que era de “material de estatua”, porque era duro. Muchas veces lo revoleamos por la ira que nos producía esa cara infantil seduciendo a una diosa. En uno de esos ataques de furia, fue a estamparse con tanta fuerza contra el suelo, que perdió el brazo de su gesto “siempre listo” y, a partir de entonces, no sólo contábamos con un niño-novio bajito y chiquilín, sino también, manco. Era demasiado. Pero ahí no terminaron nuestras penurias. Durante varios meses desapareció y, sin éxito lo buscamos desesperadas, hasta que una tarde, desde el fondo de la cucha de Isidoro, nuestro perro, y entre sus más preciados tesoros robados, el Telepibe nos ofreció una sonrisa deslucida. Nos sorprendió su repentina calvicie y su desnudez ya que la pintura de sus ojos, de su pelo y de sus ropas se había esfumado como nuestra alegría de encontrarlo. Era evidente que había sido sometido, durante el tiempo que duró su secuestro a reiteradas chupadas, por las lamentables condiciones en que lo hallamos.

Lejos de desanimarnos, pusimos manos a la obra para restaurarlo pero, ni con témperas, ni con esmalte de uñas, ni con marcadores pudimos componer el desastre y eso que hasta bigotes le habíamos puesto para que pareciera mayor: la pintura sobre ese “material de estatua”, no se secaba nunca. A su condición de enano y manco se sumaba la de chupado y desteñido Romeo.

Pero no bajamos los brazos, habituadas a nuestro “karma”, intentamos suplirlo por el “Twisty”, un bebé que resultó demasiado regordete para novio, tampoco hubo consenso con la idea del oso, ni siquiera en el papel de hombre bestia.

Pero Dios puso en este mundo a las madres para hacer posible lo imposible y la nuestra no fue la excepción. Eligió entre nuestras muñecas la más grande (entre las pequeñas), le cortó el pelo, la vistió de hombre y nos hizo felices.

Las cuatro nenas de ayer hoy somos señoras grandes y, sin embargo, no podemos resistirnos cuando, en la vidriera de alguna juguetería vemos un “Ken” y se nos van los ojos ante semejante “bombón”. Pero también se nos escapa una lagrimita de nostalgia cuando, muy de vez en cuando, el Canal Volver nos regala la imagen del Telepibe, el “macho” de nuestra infancia.

De esa noticia

La avioneta cayó al río cuando apenas había despegado del aeropuerto local y buscaba definir su rumbo hacia el este. De pronto, comenzó a inclinarse y antes de que tocara agua, ya se habían apagado todas las luces.

De sus siete ocupantes, sólo el piloto advirtió la inminencia del desastre y alcanzó a avisar que abrieran la puerta de emergencia, pero poco pudo hacer para controlar la nave.

Ricardo era uno de los seis pasajeros y gerente general de la línea aérea.

En su época de estudiante, junto a su entrañable e inseparable amigo Luis, había participado en el equipo de rugby del colegio, también junto a él, había recorrido en bicicleta el trayecto que une Montevideo con Pirlápolis y esa noche, junto a su amigo, regresaba a casa, tras un largo día de negocios en la capital, sin imaginar que la destreza física adquirida entonces y la crecida del río hacia la costa, serían coincidencias afortunadas para que se produjera el milagro.

Tras el fuerte impacto, Ricardo, fue el único que permaneció consciente

Una vez en el agua se quedó unos minutos prendido de la cola de la avioneta esperando que saliera alguien más, esperando que saliera Luis .  Pero la nave se iba hundiendo de punta y el agua apoderándose de la cabina.

Una poderosa fuerza lo tiraba hacia abajo donde seis personas y, entre ellos, su gran compañero permanecían atados a sus butacas atrapados dentro de la máquina. Le costaba mover sus miembros inferiores.

Cuando logró sacarse las botas, sus piernas se liberaron de ese extraordinario peso que le impedía desplazarse con facilidad.

Miró hacia la costa y,  en las luces, donde puso los ojos de sus hijos, fijó su meta. Con esa imagen pudo sentir que no abandonaba a su amigo y aprovechar la oportunidad de salvar nada menos que su propia vida.

Y nadó interminables metros en esas heladas aguas durante casi una hora. Nadó sin parar, sin sentir, sin pensar hasta que logró trepar un barranco que le permitió tocar tierra.

Mojado, muerto de frío y con la cara desencajada golpeó los vidrios del salón donde se preparaba una fiesta de casamiento. El cocinero lo vio y lo hizo entrar de inmediato. Los mozos lo cubrieron con manteles. Creyeron que había sido víctima de un asalto. Tardó en hacerse entender porque sólo repetía: “no pude. no pude”

Poco a poco se fue calmando y les contó que su mejor amigo estaba en el río.


28.6.95. Sobre un hecho real.

De papá

Corría el año 1955 y, aunque todavía era otoño, nunca sentí tanto frío como durante esos interminables días grises. Tampoco me ayudaron a soportarlo mis frágiles bronquios, tan contraídos por el miedo y la soledad que apenas dejaban salir silbando la parte del tedioso aire que me tocaba de la celda que compartíamos. Porque éramos varios, pero… te lo contaré desde el principio: por entonces tenía 29 años y participaba de la Acción Católica de la Parroquia del barrio.

Fuimos convocados por la jerarquía de la Iglesia para defender la amenazada Catedral de Buenos Aires. Éramos cerca de diez y, junto con otros grupos sumamos como 250 muchachos  atrincherados dentro del templo convertido en bunker y flanco de confusas agresiones por parte del gobierno de turno, a punto de derrumbarse y que caería tres meses más tarde.

Acusados de traidores a la patria, fuimos todos detenidos.

Nosotros sabíamos que estábamos vivos y en Villa Devoto, pero nuestros familiares y amigos recorrían infructuosamente comisarías y cuanta institución estatal les era sugerida buscando noticias sobre nuestro paradero.

Pasaron siglos hasta que un comisario amigo pudo rescatarnos, sólo a unos pocos. Del resto, no volvimos a saber.

Cuando subí silbando la escalera de casa con varios kilos menos y una espesa barba de días, ella estaba por salir a cumplir con el diario peregrinaje.

No podíamos creernos uno en brazos del otro. Lloramos juntos, nos reímos, nos amamos tanto.

Nueve meses después, exactamente el 15 de marzo, le pondríamos un moño rosa a esta historia de héroes presos, de búsquedas y de reencuentros apasionados.

Ana Lía, pensé que te gustaría conocerla. Papá.