viernes, 1 de mayo de 2009

Olores

I

 Cuando era chiquita no existían los “Tuppers”, así que mamá guardaba celosa y cuidadosamente las bolsitas de nylon que servían, en ciertas ocasiones, para guardar y transportar alimentos.

Para cada excursión organizada por el colegio, se imponía la merienda de rigor que consistía en dos sandwichs de queso mantecoso, un huevo duro y una fruta, cada porción dentro de una bolsita individual y todas éstas dentro de una especie de lo que hoy sería una mochila.

Cuando llegaba a casa, dentro del bolso, quedaban restos de “manjares” que, tras horas de sol y de viaje en micro, conformaban una mezcla de olores que nunca olvidaré: olor a excursión, olor a infancia.

 

 

II

 

  Tenía dieciseis años y era carnaval. Por entonces, se festejaba con bailes en clubs o boliches importantes. No recuerdo a quién se le ocurrió pero con mis amigas, no dejamos en paz a nuestros padres hasta obtener el permiso para ir ese sábado de febrero al Club Regatas de Avellaneda.

Quién sabe qué esperábamos encontrar, porque no tengo memoria de haber sufrido alguna decepción al llegar: un gran salón cubierto, con jóvenes bailando en una pista rodeada por madres sentadas con sus hijas, esperando (las hijas) ser “cabeceadas” por algún pícaro caballerito, a fin de evitarse la audaz empresa de atravesarla (la pista) de punta a punta y correr el riesgo de “rebotar” y tener que volver a su lugar de acecho con la cola entre las piernas y un gran lugar abierto donde, tras la pista descubierta, corría el riachuelo que perfumaba el ambiente con su aroma a cloaca tornándolo todo más grotesco todavía, conformaban el anhelado destino de esa noche.

Cuando alguno de los osados jóvenes conseguía capturar una presa que consideraba apetitosa, la conducía a orillas del riachuelo para alejarla de la celosa mirada de su progenitora y le prodigaba tantos “mimos” a la luz de la luna, como la niña le permitiera.

Como nosotras, las “super cancheras”, habíamos acudido sin madres al lugar, éramos libres para bailar en cualquiera de las dos pistas que el club nos ofrecía y con cuanto galán nos eligiera. Y en mí, quiso Cupido, que pusiera la mira el más hermoso de todos los hombres que pisaban ese sagrado y nauseabundo lugar: Oscar, quien, en adelante, sería mi novio durante poco más de un año, o sea, hasta el preciso instante en el que dejó de ser el más hermoso.

Lo cierto es que, bajo la luz de la luna y junto al hilo de agua que emanaba su característica fragancia conforme soplaba el viento, sellamos nuestro amor con besos apasionados.

Mucho tiempo pasó desde aquella mágica noche, pero cada vez que la vida me lleva por azar a la Boca, a Puente Alsina, o a cualquier zona aledaña al riachuelo, ese peculiar aroma, inevitablemente me devuelve el sabor de los besos de Oscar en una noche de carnaval.

 

III

 

En el sanatorio donde nacieron mis hijos, no podía vestirlos con su propia ropita sino hasta el momento de volver a casa. Durante los dos días de internación, las enfermeras les ponían una batita de algodón, un pañal descartable y los envolvían en un paño, también de algodón, celeste o rosa, de acuerdo al sexo.

Esas prendas eran esterilizadas en una cámara Gamma que les dejaba un singular aroma.

Cuando me entregaron arropado a mi segundo bebé, inmediatamente reconocí   ese perfume, el que tenía mi bebita cada vez que me la traían ,una incomparable emoción me invadió al revivir aquel momento glorioso que la vida me regalaba nuevamente.

Y desde que supe que un tercer hijo venía, esperé ansiosa sentir otra vez esa fragancia que, sin duda, volvía perfumando a otro bebé.

 

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