viernes, 1 de mayo de 2009

Paso a paso

Decime que es un chiste, por favor, decime  “que la inocencia te valga” y que te equivocaste de día, por Dios, hoy no -clamaba Laura, la menor de las cuatro hermanas cuando Patricia, la mayor, le comunicaba que su papá debía ser internado.

Si, justo hoy, 27 de diciembre de 2001, Pedro había tenido una descompensación. Como para concluir ese nefasto año, el de sus 75, el peor para su salud: varias internaciones, un par de cirugías y hasta un diagnóstico que pretendía sentenciarlo.

Hijo de una familia boquense, transgredió los códigos  mas rígidos de un hincha cuando en la década del ’30 , luego de un partido donde Boca derrotó a Racing 6 a 1, decidió hacerse de  “La Academia”, siendo apenas un niño y los colores celeste y blanco se le prendieron en el corazón como una escarapela.

Fiel como sólo un hincha de Racing puede serlo, lo siguió, lo alentó, se llenó de gloria, lloró de felicidad, de bronca.

La mujer de su vida no le dio un varón para compartir su pasión, pero sí cuatro "chancletas".

Casi muere de ternura cuando Ana, la segunda, con apenas 10 años le confesó al oído que tenía novio, que se llamaba Roberto Perfumo y que tenía un n° 2 en la espalda. Ni lerdo ni perezoso ese domingo sacó dos plateas sin imaginar la enorme felicidad que le regaló a su hija y que ese sería el inicio de una inolvidable costumbre dominguera.

Y ese día de noviembre de 1967 fueron cuatro las compinches que con vinchas y banderines lo acompanaron a recibir a los campeones que llegaban de Montevideo.

Durante años sufrió burlas y chistes y como respuesta, su amor se acrecentaba, campeonato tras campeonato, racha tras racha, desencanto tras desencanto.

Pero el año 2001, lo sacudió sorpresivamente de un letargo de frustraciones y callado, sereno y espectante, semana a semana veía como la luz de la esperanza se iba haciendo cada vez más nítida y cercana. Sumado al acuerdo tácito del resto de la hinchada, conservó el perfil bajo y dejó de escuchar los partidos, no tanto por cábala, sino como para resguardar su corazón de emociones desacostumbradas.

Cumplidos los 90 minutos, sus hijas, desde sus respectivos hogares, se avalanzaban al teléfono cada una deseando ser la primera en darle la buena noticia.

Y así pasaron las fechas, los meses, las radiografías, los goles, las cirugías, los puntos. Imposible no hacerse ilusiones.

Y entre arbolitos de navidad, marchas, cacerolazos y desconcierto, algo sí estaba claro: nadie nombraba la palabra campeones, pero todos, hinchas y no hinchas sabían que esos muchachos ya lo eran, que serían los hacedores del milagro.

Y ese día tan esperado, Pedro no estaba en ninguno de los dos estadios que desbordaban pasiones, sino en una ambulancia rumbo a un sanatorio, tan débil y asustado que no se dio cuenta de que no podría salir a festejar.

Sus cuatro chancletas, sus cuatro compinches no podían resignarse, no quisieron resignarse tampoco.

Cumplieron sus cábalas locas y fue Aggie, la tercera quien marcó el numero del celular que su papá tenía en la habitación   N°6. Sólo un sollozo fue la respuesta a su “¡Papá,  ya somos campeones!”

Y sin ponerse de acuerdo, cada una desde un punto distinto de la ciudad, se dirigió hacia el lugar donde sería la fiesta.

No era el obelisco, ni la cancha de Vélez, tampoco era Avellaneda, sino la habitación N°6 de la planta baja de un sanatorio de la zona norte. Un papá lucía la camiseta de su entrañable club, la última, a la que hubo que descoser la manga para poder pasar la botella del suero, un ridículo sombrero de cuatro puntas, dos celestes y dos blancas alternadas coronaban su cabeza, guirnaldas como nubes tapizaban las paredes y colgaban del techo, cintas celestes y blancas decoraban la manguerita del suero en todo su trayecto, una bandera que gritaba “sos un sentimiento” lo envolvía y un gigante moño con los colores académicos en la puerta anunciaba que no había nacido ni una nena ni un varón, pero igual hubo milagro,

Recibió saludos y felicitaciones de médicos, enfermeras y pacientes que espontáneamente se sumaron a la fiesta y que él agradecía orgulloso, con esa sensación de pertenencia y posesión mutua que fortalece los cariños grandes, porque se trataba de “su” Academia.

Y pleno de felicidad, envuelto en la bandera y con el corazón rejuvenecido como 35 campeonatos, el último día del año abandonó la clínica, avanzando hacia la puerta despacito, paso a paso … como un auténtico campeón, agradecido.

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