viernes, 1 de mayo de 2009

Pasión en blanco y negro

Hacía tiempo que lo perseguía. Siempre le había gustado, pero lo veía tan inalcansable. El era lo que se dice un ganador y lo que ella consideraba un verdadero  caballero. El hombre de la palabra justa y el gesto oportuno; medido; encantador; prestigioso y sin compromisos.

Por eso, ante la formal propuesta de escaparse por unos días, no pudo resistirse.

Ellos dos, solos, lejos del mundo. El y ella en el paraíso, con todo el tiempo, todo el espacio, toda la naturaleza para disfrutar: la arena tibia y blanca, las puestas de sol, las noches estrelladas, cálidas, perfectas.

Llegaron a la isla al atardecer y antes de que anocheciera, un hombre moreno, encargado del complejo, ya los había instalado en la habitación que prometía placeres.

Cenaron a la luz de la luna y frente al mar. Bailaron al son de tristes blues y presurosos se retiraron dispuestos a amarse toda la noche. Aunque lo había visto en la víspera, recién lo descubrió por la mañana. Bastó con que entrara en el cuarto arrastrando el servicio del desayuno y que la escrutara con esa mirada que sabía poner cuando detectaba una presa sabrosa para que ella, haciéndose la distraída, se dejara recorrer, mientras su compañero, absolutamente ajeno al juego que comenzaba a urdirse, untaba las tostadas y cortaba prolijamente el melón.

Por la tarde, eligió la piscina para tomar un baño, ataviada con la parte inferior de su bikini como única indumentaria y, con toda premeditación, emergió como una sirena en el preciso instante en el que el musculoso negro, con el torso desnudo, se aproximaba, mientras el desagraciado rubio, trataba infructuosamente de llamar la atención y de lucirse con estudiadas piruetas y penosas zambullidas.

A la hora de la cena, ya le había empezado a fastidiar la presencia de su insípido amante.

Una descarga de adrenalina le recorrió todo el cuerpo cuando el nativo, muy solícito, se le acercó para encenderle el cigarrillo, sosteniéndole una mirada tan lujuriosa como la que ella le devolvía, en tanto el desteñido ejecutivo, luchaba por descorchar la botella de champán para brindar por esos días inolvidables.

Había llegado al edén y también había encontrado al hombre que la transportaba a un mundo primitivo, que la desnudaba con sus ojos ardientes, que la trastornaba con sólo ofrecerle un trago y ella, con ese blanco soso que, para colmo, no dejaba de agasajarla.

Con más gente, más bulla, más movimiento, seguramente hubieran podido perderse entre el paisaje para saciar esa sed que los quemaba en silencio, pero el imberbe que la acompañaba, con su estúpido y cursi romanticismo lo planeó así: en una isla desierta que resultó no estar tan deshabitada.

Cuando el jeep partió hacia el muelle, se cruzaron una última y cómplice mirada de ganas contenidas, de salvaje impaciencia, de deseo insatisfecho.

No quiso volver la cabeza, prefirió imaginar la desolación en la cara del  isleño, quien, en realidad, estaba recibiendo con toda dedicación a una nueva pasajera.

Subió al barco que la devolvería a la civilización, con la babosa prendida de su brazo y un deseo insatisfecho en toda la piel. 

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