domingo, 3 de mayo de 2009

Un viaje

Apenas pisé la tierra de mis abuelos, me sentí como en casa por los familiares rostros de su gente.

Ni bien recuperé mi equipaje, se me acercó un hombrecito muy amable que cargó mi valija, me consiguió un taxi y no aceptó la propina. Tan cálida fue su recepción que parecía que había ido al aeropuerto, exclusivamente para darme la bienvenida. Era menudo como un muchacho, pero tenía la piel áspera y no podía disimular esas arrugas que delataban años de soles, en un rostro sin tiempo, porque sus ojos, dos chispitas azules, tenían una simpática expresión infantil.

Había emprendido mi viaje con más ganas que dinero, por eso no conocí hoteles de lujo y sí, viejas e impecables posadas con olor a casa de granny.

Un gris atardecer de noviembre, llegué a un viejo bar donde sólo despachaban bebidas alcohólicas. Me molestó no poder tomar algo caliente que sabía me iba a reconfortar y dar ánimos para seguir hasta la ciudad.

No vi de donde, pero a mi lado, apareció el hombrecito del aeropuerto con una humeante taza de té una porción de “plum puding”. Entre la sorpresa y la emoción de reencontrarme con ese sabor casi olvidado, no reparé en la coincidencia.

Me hizo saber que el té no se cobraba y, menos aún, un recuerdo, así que guardé las monedas y continué mi trayecto para hospedarme en el albergue que me recomendó y que resultó  tan acogedor como ese perdido refugio.

Permanecí varios días en el  condado. Por las mañanas, me gustaba salir muy temprano para ver y pisar ese pasto tan verde, recorrer el sendero bordeado de tréboles por donde venía en sulky el hombrecito de piel áspera y ojos de niño para saludarme con un tierno: “god bless you”!

Fue él quien me regaló los “Shamrocks” que traje de recuerdo y también quien me despidió con un tibio café con crema y canela.

Desde la cubierta del barco que me alejaría de la isla, miré por última vez hacia el muelle y, perdido entre la gente, lo distinguí .Me saludó con la mano en alto, me guiñó un ojo y se esfumó.

Volví a mi tierra con oloresy sabores viejos recuperados, melodías de gaitas en mis oídos y la ilusión de un duende verdadero que fue el anfitrión de mis días en Irlanda.

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