viernes, 1 de mayo de 2009

La tierra de don José

Cuando don José se jubiló, tuvo más tiempo para dedicarse a las cosas que lo ponían contento.

A don José le gustaba la tierra: regar, plantar, sacar yuyos, descubrir brotes, alinear las semillas en las huellas de su huerta, recolectar las frutas y las hortalizas.

Nunca fue un hombre de dinero, tenía paciencia, voluntad  y era un gran conocedor de climas y tiempos de poda, de siembra, de cosecha.

Por eso, quienes lo conocieron, hasta se alegraron de que ya no estuviera en este mundo cuando su jardín y su huerta fueron invadidos por esos misteriosos y horribles bichos.

Sus herederos, jamás cuidaron la tierra con el esmero de don José, pero se jactaban de tener las mejores flores, el mejor pasto y de conservar árboles centenarios.

Cuando comenzaron a aparecer los primeros bichos, nadie les dio mayor importancia.

- Es la naturaleza. – Debe ser la época. – Ya se van a ir.- Exclamaban unos y otros.

Pero no sólo no se fueron, sino que se reprodujeron y se adueñaron de la tierra antes tan celosamente cuidada por don José.

Preocupados sus herederos en conservar la casa y los pocos bienes que quedaron del anciano, ya ni se ocupaban de la tierra y, cuando quisieron acordarse, no quedaba ni una sola rosa, ni una hojita, ni un árbol sano. Como un solo monstruo baboso, el conjunto de bichos raros, había cubierto la huerta y el  jardín.

No hubo veneno que, ante la desesperación de verse invadidos no probaran. Hasta mandaron a traer sofisticados productos que habían dado muy buen resultado en tierras ajenas, pero que no surtieron efecto en las de don José.

Se acordaron tarde. Todos opinaban. Nadie escuchaba al otro y el voraz flagelo continuaba su callada labor devastadora, casi hasta las puertas mismas del hogar. Los pocos pesos que pudieron recolectar entre vecinos y viejos amigos, fueron para pagar a varios expertos en el tema, cuyos métodos y recetas resultaron tan inútiles como los rezos de las tías copetudas.

Resignados ante el implacable avance de la plaga y agotados los ahorros, los herederos y ahora dueños empobrecidos de las tierras de don José, intentaron aquerenciarse en otras lejanas más sanas y prometedoras. Así, la familia se fue disgregando, unos rumbo al norte; otros, más allá del mar.

La fértil tierra de don José  fue apenas un recuerdo, una página olvidada en la historia del lugar, y el baldío poblado de bichos comiéndose unos a otros, el habitual paisaje.

Cuando empezaron a caer las primeras gotas, el suelo era una sola costra que hablaba del azote. Varios fueron los años  de lluvias y de soles que debieron sucederse hasta que se asomó el primer brote verde.

Avisados los descendientes de los descendientes de don José, sólo unos pocos se animaron a volver y de éstos, sólo uno quien recuperó del derruido galpón las herramientas de labranzas del viejo jardinero.

Y quiso, con sus propias manos cuidar esa sola plantita como a un valioso tesoro, como a un bebé. Y lo hizo, cubriéndola de la helada, del calor, regándola puntual y medidamente, llenándose de gozo cuando alcanzó altura y robustez, de pie y a su lado, velándola durante las noches, recostado bajo su sobra cuando llegó a ser árbol, saboreando el primer fruto como el mejor manjar.

Supo y pudo defenderlo de varios bichos que pretendieron usurparlo.

Frutos caídos en la nueva tierra fueron hijos de su árbol y hubo nidos, y hubo pájaros… 

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